Nos gobiernan resentidos
Por Juan Manuel de Prada
Nos advertía Unamuno que, allá donde la envidia prolifera, el resentido es encumbrado como gobernante; pues a la postre sólo el resentido puede administrar la turbamulta de pasiones viles que alimenta la envidia, logrando además que tal administración parezca virtuosa. Gregorio Marañón propone una disección magistral de esta pasión maldita, tan habitual en los gobernantes que no han alcanzado el poder por la gracia de Dios, sino por procedimientos advenedizos (lo mismo da a través de una elección que a través de la fuerza). El resentido, a diferencia del hombre sano, no consigue que las agresiones sufridas se desvanezcan, sino que las retiene en la conciencia, regodeándose en ellas, dorándolas a fuego lento, hasta convertirlas en una septicemia moral que invade todo su mundo interior. Esas ‘agresiones’ pueden ser cualquier minucia inane: una ascendencia humilde, un sentimiento de preterición afectiva, una conciencia humillante de inferioridad, etc. Pero, a diferencia del envidioso, que focaliza su pasión dañina en quien la ha suscitado y lo hace de forma explosiva, el resentido logra sublimar esa agresión ‘sentida’ y hacerla impersonal, proyectándola sobre el mundo entero y esperando además a alcanzar el mando para obtener desahogo.
El resentido es un ególatra incapacitado para el amor e impermeable a la gratitud. Marañón sostiene incluso que convierte el favor que le hacen los demás en combustible de su resentimiento. Aunque es por naturaleza cauteloso e hipócrita, suele delatarle la mirada agria o torva (siempre la mirada es menos dúctil que el gesto o la palabra a la impostura). Y habría que añadir que el resentido no es nunca un tonto, aunque tampoco un genio: es un maniobrero superdotado, pródigo en audacias y en marrullerías; pero carece del talento que permite al hombre auténticamente genial sobreponerse a las adversidades, de tal modo que no le causen encono. El resentido, por el contrario, vive en un perpetuo encono; y toda su inteligencia práctica la emplea en detectar ínfimas contrariedades que lo alimenten. De ahí que desarrolle una sed masoquista de agravios que lo lleva, incluso, a inventárselos. Aunque no es hombre virtuoso, afecta virtudes que siempre resultan rígidas; de ahí que al resentido le gusten tanto los alardes puritanos de frugalidad franciscana, de modestia, de rectitud… que siempre son expresiones de su orgullo.
Y cuando alcanza el poder, aprovecha para vengarse de sus oponentes, o incluso de sus antecesores, por la sencilla razón de que no conoce la generosidad. Y, no conociendo la generosidad, no puede disfrutar del triunfo, que, lejos de curar su resentimiento, le confirma que estaba justificado. Inevitablemente, el gobernante resentido siente la necesidad de infectar con esta pasión innoble a sus subalternos. Y disfruta vomitando su septicemia moral sobre sus gobernados, en quienes estimulará todo tipo de enfrentamientos, hasta convertir su convivencia en un vivero de odios y en un auténtico ‘pandemónium’.
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