Nunca habrá un ‘niñe’ Jesús
Por Juan Manuel de Prada
Una celebración consciente de la Navidad no debe ocultar, sepultados por el almíbar y el ternurismo, sus aspectos más tenebrosos. Chesterton nos advertía que «las campanas que celebran el nacimiento del Niño suenan como cañonazos»; pues, en efecto, aquella noche, en Belén, dio comienzo una guerra sin cuartel que no concluirá hasta que Cristo vuelva. Es una guerra que ya había sido anunciada mucho tiempo antes (Génesis 3:15, “Pongo eterna enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya”), pero que no se declara de forma palmaria hasta ese momento vertiginoso en que Dios reafirma su alianza con el hombre asumiendo el cuerpo frágil e inerme de un Niño. Así los niños se convierten en objeto del odio abrasivo de la antigua serpiente, que desde entonces nunca dejará de maquinar el modo de exterminarlos, de profanarlos y degradarlos de las formas más inmundas y aberrantes.
Cada vez que un niño es concebido, el palacio de Herodes se tambalea en sus cimientos; cada vez que un niño es alumbrado, Herodes pierde un trozo de su reino; cada vez que un niño se amamanta a los pechos de su madre, Herodes es condenado al destierro. La descendencia de la antigua serpiente no ha parado desde aquella lejana noche de urdir crímenes contra la infancia, crímenes nefandos que maten sus cuerpos pero sobre todo sus almas. Así, la descendencia de la antigua serpiente convirtió el vientre de las mujeres en un campo de exterminio; ideó formas de propaganda y diversión que envilecieran y marchitaran las almas infantiles; liberó los instintos más depravados, para que pudieran hallar en los cuerpos de los niños remedio a su concupiscencia; y en este crepúsculo de la Historia se dispone a profanar las almas infantiles infundiéndoles el anhelo quimérico de cambiar sus cuerpos, para convertirlos en pingajos que durante toda su vida enriquezcan a las farmacéuticas, inflados de hormonas y antidepresivos.
Esta guerra sin cuartel de la antigua serpiente a las vidas nuevas no ha cesado nunca desde aquella lejana noche de Belén. Por supuesto, se disfraza con vomitivas coartadas humanitarias; pero basta rascar su cáscara para que relumbre, fosforescente como un cadáver pútrido, el mismo odio antiguo y preternatural que se extendió por el palacio de Herodes, aquella lejana noche de Belén. Una noche, por cierto, en la que nació un varón, tal como lo había anunciado el arcángel Gabriel: nunca el Niño Jesús podrá ser ‘niñe’, pues. En los planes divinos, el cuerpo nos habla de Dios y revela a Dios. Y aquel Niño debía hacer visible a Dios, según Él mismo nos dirá cuando crezca: «El que me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9). Y la antigua serpiente necesita oscurecer esa verdad, necesita eclipsar la manera que Dios ha elegido para revelarse a los hombres, reformateando los cuerpos de los niños, para llenar de muerte y aflicción sus vidas frágiles e inermes.
Deseo a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan una muy feliz noche en torno al Niño Jesús, mientras suenan los cañonazos.
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