“El aborto es un Derecho Humano Fundamental”
Por Juan Manuel de Prada
El Parlamento de Estrasburgo, en su última sesión plenaria, ha instado a los Estados miembros de la Unión del Pudridero Europeo a reconocer en sus respectivas legislaciones el aborto como Derecho Humano Fundamental (las mayúsculas que no falten), así como a incluir expresamente tal derecho en la carta fundacional de la propia Unión. De este modo, la Unión del Pudridero Europeo hace suya la iniciativa aprobada en Francia, que vuelve a ser guía simbólica y pionera en el alumbramiento de los llamados Derechos Humanos. La ideología de estos Derechos Humanos la ha sintetizado magistralmente el profesor Miguel Ayuso: una metafísica inmanentista bajo el disfraz de la dignidad humana; una antropología filosófica falaz y ahistórica; una filosofía social individualista y destructiva de la sociedad civil; una concepción existencial y psicológica generadora de conflictos y desagradecida, que ensoberbece al hombre haciéndole olvidar lo que debe; una filosofía política anegadora de los fundamentos de toda vida social ordenada, pues hace imposible la convivencia al destruir su base comunitaria; y una filosofía jurídica que convierte el derecho en una ideología estratégica y unilateral, olvidando el carácter objetivo y plural de su concepción clásica. Siendo estas bases ideológicas disolventes las que inspiran la Unión del Pudridero Europeo es completamente lógico que el derecho al aborto haya sido entronizado.
Tal entronización se consuma, para que nadie dude de su carácter protervo, mientras nos hallamos inmersos en un pavoroso invierno demográfico y nos sometemos indolentemente a las invasiones bárbaras que promueve el reinado plutocrático mundial, para asegurarse costes salariales ínfimos. Pero es una entronización plenamente congruente con la revocación de la sentencia Roe vs. Wade, tan celebrada por el ingenuo catolicismo ‘pompier’. Aquella revocación del Tribunal Supremo de los Estados Unidos no hizo sino decretar que sea la ‘voluntad popular’ la que determine si el aborto es un derecho o un crimen. Y eso, precisamente eso, es lo que hizo recientemente el Parlamento francés y ahora hace el Parlamento de Estrasburgo, como depositarios –’risum teneatis’– de la voluntad popular. Pues a la ideología subyacente a los llamados Derechos Humanos nada interesa tanto como una ley desligada de la Justicia que confíe la determinación del mal y del bien a las mayorías. Para que los crímenes dejen de serlo y se conviertan en derechos (como acaba de hacer ahora la Unión del Pudridero Europeo, con su coyuntural mayoría progresista) hay que empezar por aceptar que el crimen no puede ser definido objetivamente (como hizo el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, con su coyuntural mayoría conservadora).
En realidad, el crimen del aborto es el más característico Derecho Humano, pues todos ellos se fundan en un concepto emancipador de ‘dignidad humana’, según el cual somos más plenamente humanos cuanto más nos ‘liberamos’ de todos los ‘lastres’ o ‘cortapisas’ que ‘coartan’ el libre desenvolvimiento de la autonomía personal. Y para este concepto de ‘dignidad humana’, que exalta la individualidad y el libre desarrollo de la personalidad desde una perspectiva puramente materialista, una vida que se gesta en el vientre materno es un gurruño de carne, un amasijo de células, una excrecencia que, llegado el caso, puede ser un grave obstáculo para el desarrollo de la autonomía personal de la mujer. En este sentido, resulta en verdad deplorable que una declaración reciente del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, ‘Dignitas infinita’, donde se condena el aborto como atentado contra la dignidad humana, leamos en cambio una paparrucha de tamaño cósmico como la siguiente: «Esta dignidad ontológica y el valor único y eminente de cada mujer y cada hombre que existen en este mundo fueron recogidos con autoridad en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (10 de diciembre de 1948) por la Asamblea General de las Naciones Unidas». Pero lo cierto es que esa Declaración Universal no hizo otra cosa sino consagrar un concepto de ‘dignidad humana’ totalmente inmanentista, ajeno a la tradición cristiana, que a la postre consagra el aborto. Pues la ‘dignidad infinita’ de una criatura finita como el ser humano sólo puede proceder de su condición de criatura creada a imagen y semejanza de su Creador, como nos enseña Santo Tomás: «Por comparación al Bien Increado, así la dignidad de la creatura recibe cierta infinitud por el Infinito al que se compara». Para el pensamiento cristiano, la dignidad humana radica en el hecho de que somos amados por Dios; pero ese amor divino no es puramente intencional, sino que produce algo efectivamente real, algo ontológico, que es la infusión de un alma espiritual en cada ser humano desde su concepción. La ‘dignidad humana’ que reconocen las Declaraciones de Derechos Humanos, por el contrario, no reconoce la existencia del alma espiritual, y se cifra en la libertad y autonomía personal, que dignifica todos nuestros actos, también los intrínsecamente criminales como el aborto.
Mucho más inquietante aún que el encumbramiento del aborto como Derecho Humano por parte de la Unión del Pudridero Europeo se nos antoja que la Iglesia católica, a la vez que condena el aborto, afirme que la Declaración Universal de Derechos Humanos reconoce «con autoridad» la «dignidad ontológica y el valor único y eminente de cada mujer y cada hombre». A esto se le llama poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias.
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