Por Ricardo Vicente López
Parte II
Reflexiones sobre las formas del conocimiento como verdades dogmáticas, y de la necesidad de un pensamiento crítico
III – La necesidad de asombrarse
Curiosidad coqueteó con el apuesto y enigmático caballero don Asombro. Se habían conocido tiempo atrás; Cupido los flechó y se enamoraron perdidamente. No pudieron contener el pulso de su amor y al cabo de un tiempo, nacía una hermosa niña llamada Filosofía.
-José Manuel Silvero (1975) [[1]]
Dije antes que la filosofía había nacido en la Grecia Clásica y que sus primeros filósofos habían descubierto que el buen pensamiento se ejerce a partir de preguntas bien formuladas, que ellas aparecen cuando el alma está en un estado predispuesto al asombro [[2]]. Se podría afirmar, entonces, que el asombro es el resultado del reconocimiento de nuestra ignorancia, de lo cual se desprende el despertar a la necesidad del saber. Precisamente fueron Platón y Aristóteles [[3]] los que definieron que «el origen de la filosofía es el asombro». Por ello debemos reparar en una condición opuesta, muy en boga en el ciudadano de a pie de estos tiempos, y no por su culpa. Se caracteriza por encontrar todo (o casi todo “normal” – “siempre fue así”). Su respuesta se sintetiza en considerar que gran parte de esas cosas, sean cuales fueren, son obvias [[4]]: esta palabra sintetiza las respuestas ante gran parte del acontecer diario. Lo caracteriza la actitud de aceptar todo ello como lo ya sabido, o como que no está tan mal, o que nada ha cambiado. Esta condición mental crea una dura barrera para el pensamiento crítico.
Quienes así transiten por la vida nunca se sentirán atraídos por la aventura del saber, dicho de otro modo, nunca llegarán a ser filósofos. Lo ya afirmado puede ser rechazado por Ud. amigo lector desprevenido, que podría reprocharme: “yo no pretendo ser filósofo”. Le contesto que, de un modo potencial, filósofos somos todos, aun sin saberlo, puesto que la mayor cantidad de dificultades que nos presenta la vida son problemas de orden filosófico. Por ello no debemos repetir la famosa experiencia del personaje de El burgués gentilhombre de Moliere [[5]] (1622-1673) quien “un día descubrió que hablaba en prosa”. Enrique Dussel [[6]] describe la actitud de esas personas que pasan por la vida, no la viven la sobrevuelan la vida:
«Es siempre así, y ha sido siempre así, lo más habitual, lo que “llevamos puesto”, por ser cotidiano y vulgar, no llega nunca a ser objeto de nuestra preocupación, de nuestra ocupación. Es todo aquello que por aceptarlo todos pareciera no existir; a tal grado es evidente que por ello mismo se oculta».
Pero, siglos de dominio de ese modo de pensar, como consecuencia de los que se encerraron en sus cúpulas de cristal, convencieron al resto que la filosofía era un tema difícil: con el propósito claro, aunque en algunos inconscientes, de excluirlos de esa ocupación y atribuirse a sí mismos esa especialidad.
Sin embargo sabemos que Sócrates, quien nunca escribió nada, sostenía que la enseñanza se incorpora presencialmente, en una relación cara a cara: en esta relación la pregunta adquiere un valor superior dentro del diálogo. Él no enseñaba filosofía, enseñaba a filosofar, es decir a pensar ordenada y sistemáticamente: preguntando y repreguntando, buscando la raíz de cada palabra para ser utilizada con precisión, favoreciendo una circulación de ideas sólidas y fundamentales. Y esta tarea la desarrollaba en las calles de Atenas, en las plazas públicas, ante quienes quisieran escucharlo. Para ello desarrolló una metodología para transmitir esta cosmovisión a los demás.
Todo lo que sabemos de él es por lo que alguno de sus discípulos nos ha dejado escrito, especialmente Platón. A pesar de ello, Sócrates ha influido y sigue influyendo en el devenir filosófico de la humanidad, en la cosmovisión y en el fundamento de todas las artes y ciencias contemporáneas.
IV.- Sencillo pero no obvio
«Las ovejas pasan su vida temiendo al lobo, pero acaban siendo devoradas por el pastor».
-Proverbio popular
Retomemos esta frase: «Sócrates no enseñaba filosofía, enseñaba a filosofar», es decir a pensar ordenada y sistemáticamente; buscando la raíz de cada palabra para ser utilizada con precisión, favoreciendo una circulación de ideas sólidas y fundamentales. Es decir, la filosofía, de este modo, podía estar al alcance del más simple de los humanos si se disponían a escuchar y aprender; y no dejar de preguntar por lo que no había comprendido.
Nuestro filósofo de barrio: Discepolín [[7]] (1901-1951), un discípulo popular, a la distancia, de aquel ateniense. Por ello puede decir, con la irreverencia socrática del sabio: «En tu mezcla milagrosa de sabiondos y suicidas yo aprendí filosofía, dados, timba y la poesía cruel, de no pensar más en mí».
Entonces, la filosofía de la vida se puede aprender también, y tal vez, fundamentalmente, como comenta nuestro filósofo de barrio, en un café de Buenos Aires donde: «como una escuela de todas las cosas, ya de muchacho me diste, entre asombros, la fe en mis sueños y una esperanza de amor». Si nos dejamos llevar por la metáfora advertimos que El café es el de los “angelitos” [[8]], puede llegar a funcionar como una reconstrucción popular de la Polis ateniense, en la cual se pueden encontrar esos seres celestiales que habitan un espacio que está más allá de la cruda realidad terrena. Y aquí nos encontramos con la etimología de una palabra que acuñó Aristóteles: la metafísica (meta=más allá; physis=naturaleza), es decir lo que está más allá de la realidad natural, inmediata, pero que puede ser pensada, de todos modos, a partir de arrojar sobre ella nuestras preguntas.
Este espacio que está más allá (una más allá que es también un más acá) nos remite a otro modo de pensar, que no parte exclusivamente de la realidad física (physis); que se eleva, con una mirada más amplia y más profunda. Este es el tema que trata Aristóteles en el libro de la Metafísica, palabra que se ha hecho universal. Es ese saber de un más allá, que por ser tal nos llena de asombro, y que, al mismo tiempo, nos ilumina este más acá con la reflexión que lo incorpora en la filosofía. Desde ese más allá el más acá se torna más comprensible, aunque requiera algo de ese esfuerzo que es el ejercicio del preguntar.
A partir de ello, pensar es un tomar distancia de la inmediatez que, tantas veces, nos ciega. El viejo refrán español advertía: “Que el árbol no te impida ver el bosque”. Nos habla de la necesidad de colocarnos en la perspectiva necesaria para que lo mirado pueda mostrarnos todo lo que contiene, sin confundirnos entre las apariencias. Por ello, ese reclamo de la metafísica de mirar desde ese más allá, no debe ser interpretado como una región de pura idealidades inalcanzables.
Es la posibilidad de acceder a la mayor amplitud del abanico que nos abre la capacidad de preguntar, gracias a la cual estamos en mejores condiciones de comenzar la elaboración de respuestas sobre los fenómenos que se nos presentan. Estos fenómenos pueden tener una explicación posible y una respuesta a las innumerables preguntas que, habitualmente, circulan por nuestra mente. Es, entonces, cuando iniciamos la liberación de la mayor cantidad de los pre-juicios (los juicios previos que nos impone el modo del saber chato e inmediatista, típico de nuestra cultura global).
[1] Columnista de filosofía y educación de Ciencia del Sur. Es filósofo y catedrático de la Universidad Nacional de Asunción (UNA). Está doctorado en filosofía por la Universidad de Oviedo, España, y tiene estancias posdoctorales en la Universidad de Lisboa (Portugal).
[2] La palabra asombro tiene el significado de “admiración o sorpresa” y viene del verbo asombrar y este de sombra. Emoción de sorpresa, maravilla o admiración ante algo fuera de lo común.
[3] Platón (428– 347 a. C.) fue un filósofo griego, alumno de Sócrates (470-399) y, a su vez, maestro de Aristóteles (384-322 a. C.)
[4] Que se encuentra o está delante de los ojos; muy claro o que no presenta dificultad alguna para su comprensión. Evita, rehúye, aparta y quita de en medio todo obstáculos o inconvenientes.
[5] Dramaturgo, actor y poeta francés, ampliamente considerado como uno de los mejores escritores de la lengua francesa y la literatura universal.
[6] Enrique Dussel, académico, filósofo, historiador y teólogo argentino.
[7] Enrique Santos Discépolo fue un compositor, músico, dramaturgo y cineasta argentino. También era conocido como Discepolín. Puede consultarse en la página www.ricardovicentelopez.com.ar – Sección Biblioteca – mi trabajo Un filósofo de barrio.
[8] El Café de los Angelitos es un café de tango histórico de la Ciudad de Buenos Aires, ubicado en la esquina de la Avenida Rivadavia y Rincón, en el barrio de Balvanera.
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