Por Juan Manuel de Prada
La más reciente ola de calor (o más bien olita) que padecimos a mediados de junio en España volvió a servir como excusa para que los medios de cretinización de masas abundaran en sus histéricos alarmismos y para que todos los mamporreros del negocio climático nos machacaran con la matraca del calentamiento global. Por supuesto, mientras arreciaba el pedrisco propagandístico, casi nadie se atrevió a recordar que estas olas de calor son fenómenos meteorológicos locales que nada tienen que ver con el llamado ‘cambio climático’; y fenómenos, por cierto, recurrentes que cualquier persona que no posea la memoria de una ameba ha padecido decenas de veces en su vida. Todavía recuerdo que, siendo niño, en cierta ocasión en que los termómetros alcanzaron los cuarenta y cinco grados, mi abuelo me soltó, viéndome hacer dengues y pamemas por el sofoco: «Esto no es nada. Para calores, los que había cuando yo era joven».
Ignoramos si, como dicen los apóstoles del ‘cambio climático’, la «acción del hombre» afecta al clima (extremo que, por cierto, ellos también ignoran). Pero, con independencia de que exista tal relación directa, consideramos que el hombre debe ejercer un ‘dominio justo’ sobre la naturaleza que no puede fundarse en un crecimiento indefinido de la economía. Y, desde luego, defendemos una economía basada en el reparto de la propiedad, en el consumo de ‘proximidad’ y en una tecnología al servicio del hombre que potencie sus capacidades sin multiplicar sus (falsas) necesidades. No sólo por motivos ecológicos, sino también antropológicos; pues sólo una economía así salvará, además del planeta, nuestras almas. Pero esta inquietud por el planeta y por las almas es muy diversa a la que mueve a los apóstoles del ‘cambio climático’, para quienes el planeta se ha erigido en nuevo dios; y para quienes, por el contrario, las almas (como los cuerpos que las portan) constituyen una suerte de plaga maléfica que debe ser reducida. Resulta, en verdad, llamativo que todos los apóstoles del ‘cambio climático’ anhelen –aunque no siempre lo expongan crudamente– una reducción drástica de la población mundial; y que todas las medidas que proponen para combatirlo la presupongan. Pues es evidente que, para poder prescindir de los combustibles fósiles y sustituirlos por otras energías más caras e ineficientes, o para poder prohibir la ganadería intensiva, hace falta deshacerse de una parte de la población (aunque, mientras se deshacen de ella, la alimenten con gusanos y la exhortan a moverse en patinete eléctrico).
Chesterton observó, hace ya un siglo, que capitalismo y antinatalismo eran el anverso y el reverso de una misma moneda. Una intuición que luego Hayek formularía más brutalmente, reconociendo que las únicas reglas morales que acepta el capitalismo son las que llevan al ‘cálculo de vidas’. ¿Cómo explicar que los apóstoles del ‘cambio climático’ asuman este mismo objetivo de calcular las vidas que el capitalismo más desmelenado y globalizante? ¿No será porque su fin es el mismo, por más que se disfrace de coartadas ecologistas? ‘Calcular vidas’, desprendiéndonos de aquellas que molestan, o encareciendo tanto los productos básicos –gasolina o carne–que su vida esté abocada a la pobreza, es una solución propia de villanos. La solución para una economía sana no consiste en ‘calcular’ vidas, sino en ‘medirlas’; del mismo modo que la solución para una antropología sana es que el hombre sea ‘comedido’, no ‘calculador’. No se trata de que mueran otros para que el cálculo de vidas cuadre; se trata de que vivamos todos con la conciencia de unas medidas, de unos límites no sólo materiales, sino también morales (y sobre la necesidad de los límites ya hemos escrito en un artículo anterior).
A la postre, descubrimos que todos los histéricos alarmismos que promueven los apóstoles del ‘cambio climático’, a partir de excusas tan endebles como una ola u olita de calor, no son sino aplicaciones oportunistas de lo que se conoce como ‘doctrina del shock’. ¿Y qué pretende esta ‘doctrina del shock’? Aprovecharse del impacto causado por una calamidad (por pequeña o fútil o pasajera que sea) en la psicología de las masas para mantenerlas en un constante estado de miedo colectivo, para que los intereses de los amos del cotarro aparezcan ante sus ojos como el único remedio salvador. Un sofisticado instrumento de ingeniería social, en fin, cuyo fin último es conseguir que aceptemos una vida de perros, sin trabajo digno, sin familia ni propiedad, mientras los precios de la energía, los combustibles y los alimentos más básicos crecen exponencialmente, para garantizar la acumulación plutocrática que exigen los amos del cotarro. Que son quienes, a la postre, pagan a los apóstoles del ‘cambio climático’.
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