Por Ricardo Vicente López
Parte VI
Aquí no valen dotores, sólo vale la esperiencia;
aquí verían su inocencia esos que todo lo saben,
porque esto tiene otra llave y el gaucho tiene su cencia.
-Martín Fierro
La sociedad industrial ofreció la forma de trabajo asalariado como un modo de retribuir por el trabajo. En los dos últimos siglos fue esta modalidad la que modeló la vida del trabajador. Conseguir un trabajo, poder progresar en él, mejorar los ingresos, fue la base de la vida para muchos hombres y mujeres. Esto se convirtió en un proyecto dentro del cual se fue desarrollando la esperanza de cada familia.
Después de las dos Grandes Guerras, se vivió una etapa prometedora de la cual se podía esperar una vida aceptable y confortable para una gran parte de la población. Esta etapa fue conocida como el Estado de Bienestar, en la que había una política de regulación que aseguraba una distribución de la riqueza tendiendo a un reparto del 50 % para el capital y 50% para el trabajo. Además el Estado aseguraba servicios como la salud, la educación, la cultura, el descanso anual, la jubilación, etc. Durante esos años, en la Argentina, la clase trabajadora, organizada en sus sindicatos, encontró asegurada la defensa de sus derechos. Si bien esto tuvo interrupciones, por los golpes militares, la idea había ganado legitimidad en los trabajadores.
Pero, a partir de fines de la década de los setenta comenzaron los dueños del capital a avanzar en la pretensión de recuperar posiciones perdidas durante las décadas anteriores. Los golpes militares apuntaron con toda claridad al desmantelamiento de las organizaciones sindicales y a la derogación de las leyes laborales que protegían el trabajo. Paralelamente a este proceso se iba desarrollando en el mundo un salto muy importante en los modos de producción acicateados por una competencia muy intensa entre las grandes empresas multinacionales. Lo que empujó a un mejoramiento de las tecnologías de producción.
El sistema capitalista, tal cual se había estructurado hasta esos años comienza a apuntar hacia el logro de tres conceptos: la eficiencia en la productividad, la mejora de la calidad del producto, y la reducción de los costos, sobre todo los laborales. Nos encontramos aquí con tres objetivos en los que la mano de obra humana se enfrenta con la competencia de la tecnología que comienza a reemplazarla. Entonces las grandes empresas comienzan a mirar a un rival imbatible: el robot. Éste puede lograr el mejor funcionamiento y el mayor rendimiento, tanto en la cantidad producida como en su calidad y todo ello a un menor costo. Aparece así la desocupación estructural.
A este proceso de cambio se lo conoció como la Tercera Revolución Industrial caracterizada por el entrelazamiento de lo económico con lo tecnológico-informático que da lugar a un nuevo paradigma: el tecno-económico. Una de cuyas consecuencias comienza a darse en el cambio de la dimensión de las estructuras empresariales. El modelo de las grandes fábricas es acompañado por organizaciones más pequeñas y más funcionales, aunque el control administrativo y ejecutivo esté en las mismas manos.
Es evidente que la paulatina aparición de los sistemas computarizados alteró el modelo empresarial. Paralelamente trajo como consecuencia una mayor inversión en tecnología y así se pudo ver el comienzo de la concentración económica feroz. Las pequeñas y medianas empresas no están en condiciones de afrontar inversiones para ese tipo. Esto nos lleva a pensar en la ambivalencia de este proceso que impide y posibilita al mismo tiempo proyectos alternativos a los grandes sistemas de producción. Aunque el resultado hasta ahora no parece ser beneficiosos para el trabajador, es necesario tomar conciencia de cómo se desenvuelve este proceso para ir preparando respuestas futuras acordes a las necesidades de todos.
En el mundo capitalista la investigación va quedando cada vez más en manos de las grandes empresas. Esto representa un gran peligro, puesto que se investigará sólo aquello que dé mayor ganancia para el capital. Las organizaciones sindicales deberán asociarse a las universidades y centros oficiales de investigación para aportar otra mirada sobre lo que se debe producir y cómo hacerlo.
El aumento de la desocupación está ligado estrechamente a este fenómeno tecnológico. En el mundo globalizado también se está exportando la desocupación hacia la periferia y esto exige políticas claras de defensa del trabajo nacional. Para dar un ejemplo de la sustitución de mano de obra por la tecnología mencionada, podemos leer estas cifras comparativas que hablan en ese sentido: en los Estados Unidos, en la década del sesenta, cada millón de dólares de inversión industrial generaba entre cuarenta y cincuenta puestos de trabajo, la misma inversión en 1994 produjo la creación un cuarto de puesto de trabajo. Es decir que se requería cuatro millones para generar un puesto de trabajo. En treinta y cinco años el sistema exige una inversión doscientas veces mayor para emplear la misma cantidad de trabajadores. Un especialista de los EEUU, Jeremy Rifkin, dice, con un tono de advertencia:
Efectivamente, mediante la eliminación directa del trabajo humano del proceso de producción y mediante la creación de un ejército en la reserva formado por desempleados cuyos salarios podrían ser constantes y permanentemente reducidos, los capitalistas podían estar inconscientemente cavando su propia tumba, puesto que serían cada vez menos los consumidores con suficiente nivel adquisitivo para comprar sus productos.
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