Repetir o pensar – Por Diego Chiaramoni

Por Diego Chiaramoni

A una inmensa cantidad de argentinos nos duele estar donde estamos. Este enclave de la historia nacional nos tiene aturdidos, como apuntaba el danés Kierkegaard en una entrada de su Diario: “En mi cabeza se escucha el vacío, como el de un teatro después de la función”. La Argentina nos duele con dolores de resignación, con llantos de impotencia. Sucede que esas quejas son voces aisladas, como las que se escuchan en los pasillos de un hospital de campaña.

Frente a nuestra realidad nacional se abren dos caminos: repetir o pensar. Muchos de esos argentinos dolientes, hermanos nuestros que encarnan los mismos valores, que son a su vez los que galvanizan la posibilidad de una comunidad, echan mano ante la coyuntura, a una serie de dogmas devenidos en lugares comunes o frases hechas que guardan elementos residuales de la doctrina justicialista. A esta altura de mi vida y de mi derrotero intelectual, me importa poco contradecir dogmas, siempre y cuando no sean los dogmas sacros de la fe de mis mayores. Por eso, ante el abismo, podemos repetir o pensar…y yo elijo pensar. Uno de esos dogmas, exprimido hasta el tuétano, usado abusivamente es el que reza: “los pueblos no se equivocan nunca”; entonces yo me permito disentir, aunque este disenso redunde en terminar siendo una voz que clama en el desierto. Los pueblos a veces se equivocan, excepto que pensemos –y aquí talla otra consecuencia del mismo dogma fundante- que el pueblo es una entidad metafísica inmutable. Sí amigo lector, los pueblos a veces se equivocan, como se equivocó el pueblo aquel mediodía de Jerusalén cuando la voz popular gritó: “¡Soltad a Barrabás!”. Claro, alguno dirá que ese grito fue el que inauguró el camino de la Cruz, prenda de nuestra salvación. Sí, pero hay que decirle a quien así piense, que el Hijo de Dios también dijo –refiriéndose a quien lo iba a traicionar-: “Más le valdría no haber nacido” (Mt. 26,24). Sí, los pueblos a veces se equivocan, como aquel 19 de febrero después de Caseros, cuando muchos hombres que un tiempo antes vivaban al Restaurador, ahora le rendían honores a Don Justo José y al Ejército Grande. ¿Y por qué se equivocan los pueblos? Porque su materia prima es el hombre, ese milagro de barro que lleva sus tesoros en la misma vasija frágil de su naturaleza. A los pueblos se los puede confundir, eclipsarle sus valores, acicatearle sus pecados. Y brotará un segundo contra-argumento a mi aseveración: “es que el pueblo no es cualquier cosa, es la masa organizada”; vale, entonces pregunto: ¿y cuántas veces la masa está “organizada”? En fin, conviene siempre pensar antes que repetir. La vocación de los argentinos debe ser vocación de zorzal, no de loros.

Para desentrañar la madeja de este presente con Don Cipayo y su clan en el gobierno, hay que empezar por lo primero, y lo primero –quizás lo único hoy por hoy- es decir que la causa de la noche histórica en la que divagamos, guarda una razón de orden metafísico: el liberalismo es pecado. ¿Decimos esto por mojigatos? No, por profundas razones antropológicas. Esta ideología que está arrasando millones de voluntades en nuestro suelo, se asienta sobre un núcleo perverso: despertar el individualismo, el proyecto egolátrico por sobre el bien común que es la razón última de la política.

¿Cuáles son las razones por las cuales un pueblo acepta que se le diga que la justicia social es una monstruosidad? ¿Por qué nuestra gente no reacciona ante el envío de 13 toneladas de oro argentino a Londres? ¿Qué elementos motivacionales son los que impulsan a un pueblo a obviar que el mismo día que un candidato es excluido de una lista por relaciones carnales con el narcotráfico, el líder de ese mismo espacio monte sus delirios de rockstar en un estadio de Buenos Aires? ¿Qué somnífero se les ha suministrado a los argentinos para que, sin hipótesis de conflicto moral, metan en el Congreso Nacional a dos “levantamanos” cuyos méritos máximos han sido llegar a la Avenida Corrientes para salir a escena en teatros de revista? ¿Por qué nuestros hermanos aceptan sin chistar que el Imperio nos diga a quién votar y el mandamás proponga a Israel como el bastión de occidente? El “Turco” Asís que por vena literaria tiene bien aceitado el recurso de la paradoja ha dicho días pasados una frase tan dura como exacta: “En la Argentina, el antiperonimo es algo mucho más fuerte y más vivo que el anticolonialismo”. Claro, volverán a cruzarme dialécticamente los iconoclastas del Movimiento Nacional para hablar de la memoria histórica de nuestro pueblo, del indomable espíritu criollo y de la íntima rebeldía del Dibu Martínez como expresión fáctica de nuestra raza. Sí, muy bonito todo, el problema es que esas cosas, en la argentina sintiente y doliente del diario vivir suenan a serenata, una serenata al pie de una ventana con doble cadena y candado con herrumbre. Hoy por la mañana, un Canal popular salió a la calle a preguntarle al trabajador que bajaba del Ferrocarril Roca, qué opinaba sobre el aumento del boleto de colectivos. Varias respuestas coincidían en la misma sentencia: “me parece bien, está bueno”. ¿Y por qué sucede esto? ¿Cuál es la razón para que un púber tardío que aprendió a gatear en un patio del conurbano y tomó teta argentina empatice más con el magnate de una compañía de servicios financieros que con un obrero de su tierra? Muy simple: porque se ha inyectado el virus del “proyecto irrestricto” de cada uno en desmedro de la comunidad. Algo queda claro, no solo el progresismo con su catecismo bobo ha contribuido a la borreguización nacional, también el liberalismo fabrica bobos en serie.

Serían innumerables los ítems en los que podemos argumentar la derrota del justicialismo: desde la capitis diminutio de sus dirigentes hasta la inoxidable resiliencia gorila, pero eso para ello necesitaríamos dos folios más y esta meditación llega a su fin.

Podemos repetir o podemos pensar. Repetir consuela, pero pensar duele. Duele sí, como duele esta Argentina en agonía.

Diego Chiaramoni para KontraInfo

Noviembre 17 de 2025

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