
Por Juan Manuel de Prada
En ellos todo es nuevo, original, imprevisible. Nada de lo que hacen o dicen se conforma a lo establecido; simplemente, ignoran qué es lo establecido, y por ello mismo su lenguaje, como sus actitudes, parece recién creado, recién inventado. Someten la realidad a un constante proceso de reinvención; son creativos en el sentido más hondo de la palabra, como lo es el Dios del Génesis: crean el cielo y la tierra a cada instante, crean el día y la noche, y no se cansan de crearlos, porque para ellos cada cielo y cada tierra son distintos, cada día y cada noche albergan acontecimientos que nunca antes existieron, que nunca volverán a existir. Su actitud ante la vida es inaugural, frente a la de los adultos, que es reiterativa: crecer es conformarse con una realidad que se repite; y amoldarse a esa realidad repetida, convirtiéndonos nosotros mismos en criaturas en serie, con actitudes previsibles, con palabras gastadas, con sentimientos y pasiones estereotipados, con preocupaciones triviales, de tan archisabidas.
Dicen que ser niño es vivir en la ignorancia; pero se trata de una falsedad propia de gentes amargadas. Ser niño es vivir en el asombro y en la esperanza. Los adultos hemos excluido el asombro de nuestro horizonte vital; y eso nos convierte en criaturas doctrinarias. Los niños, por el contrario, son seres de asombro: no hay dos iguales, cada uno difiere de los otros: no sólo de sus hermanos, o de sus compañeros de clase, sino de todos los niños que en el mundo han sido, de los que son y de los que en el futuro serán. Toda la creación se vuelve a crear en los niños, a través de su incesante curiosidad; y este carácter milagroso de su naturaleza despierta en nosotros la nostalgia de lo que fuimos, y también el despecho de saber que nos hemos convertido en seres rutinarios.
Hemos perdido el asombro y la esperanza. Por eso la Navidad nos desconcierta tanto; y al final acabamos convirtiéndola en una grotesca orgía consumista (en la que, por supuesto, todos consumimos cosas repetidas). Esperábamos un Dios omnipotente y apareció un Dios débil e inerme; esperábamos un Dios todopoderoso y descubrimos un Dios extremadamente frágil. La Navidad viene a quitarnos las caretas de importancia con las que nos hemos ido atrincherando en la edad adulta. La Navidad nos enseña que a Dios sólo se puede llegar de dos maneras: o siendo niño o agachándose mucho. No empinándose, sino inclinándose; no estirándose, sino empequeñeciéndose; no subiéndose en escaleras, en tribunas, en pedestales, en púlpitos, sino retornando a los primeros años de nuestra vida. Porque Dios no es más grande que nosotros, sino mucho más pequeño; o, formulado más exactamente, Dios es mucho más grande que nosotros, por la simple razón de que es más niño que nosotros. Y, si Dios no pudo acercarse a los hombres sino por el camino de hacerse pequeño, tampoco los hombres podremos acercarnos a Dios por otro camino distinto. Por eso la Navidad es, ante todo, un misterio de infancia que sólo puede entenderse cabalmente dando la palabra al niño que uno fue y confiando en que será leído por los niños que los lectores fueron.
Pero todos hemos crecido demasiado; y crecer, ay, es deteriorarse. De algún modo trágico, a medida que nos hacemos grandes, nos hacemos iguales. Sólo los adultos podemos ser clasificados, etiquetados, sometidos a disección; y ya se sabe que la disección se realiza en organismos muertos. Decimos las mismas cosas, cometemos los mismos pecados, nos desvelan los mismos afanes: buscamos comodidades que hagan nuestra vida más placentera (o menos sufriente), encauzamos nuestro pensamiento en tal o cual ideología establecida, concebimos sueños o deseos que otros concibieron antes que nosotros, sueños o deseos que se concretan en las mismas previsibles aspiraciones. Así, convertidos en productos de una cadena industrial que funciona a destajo, olvidamos que repetirse es negar nuestra condición humana, aceptar nuestra propia muerte.
Pero la infancia es inmortal. Al niño que fuimos se le puede arrinconar o amordazar; pero no se le puede matar. El niño que hemos sido está aún ahí, dentro de nosotros, amordazado por las rutinas igualatorias de la edad adulta, pero vivo. No se resigna a morir, grita y patalea dentro de nosotros. Dostoievski decía que «el hombre que guarda muchos recuerdos de su infancia está salvado para siempre». Si la Navidad logra resucitar al niño que fuimos, estamos salvados. Esta Navidad deseo a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan una feliz vuelta a la infancia. «De los que son como niños es el reino de los cielos».

