Ser «mujer de»: es la acomplejada y sin mérito la que se solivianta e irrita – Por Juan Manuel de Prada

Ser «mujer de»
Por Juan Manuel de Prada

Nuestra época juzga «machista» señalar que una mujer ha medrado a la sombra de su marido. En otras épocas no tan lejanas, tal denuncia era propia de las feministas más combativas. Ana María Martínez Sagi, por ejemplo, lo señala sin ambages, recordando sus primeras visitas al Lyceum Club Femenino de Madrid, huérfano de «figuras con valor propio»: «Allí os encontrabais con la mujer del escritor A –escribe Sagi–. Con la hermana del escultor B. Con la hija del embajador C… Se trababa conocimiento con ellas y una se acordaba inmediatamente de sus apellidos más o menos popularizados y cotizados, según la importancia intelectual y artística de sus familiares. Y bien: aquellas señoras, ¿qué hacían en el Lyceum Club? ¿Qué mejoras culturales, artísticas y sociales procuraban? Hacían bonito, y nada más».

Pero bastó que cambiase la directora del Lyceum Club para que dejasen de frecuentarlo mujeres de méritos vicarios, y esa nueva directora fue… María de Maeztu, que pese a ser ‘hermana de’ tenía ‘valor propio’. En realidad, a la mujer de mérito nunca le importa que le recuerden que es ‘mujer (o hija, o hermana) de’; es la mujer acomplejada y sin mérito la que se solivianta e irrita cuando se lo recuerdan. Allá por 1929, coincidieron en el mismo barco trasatlántico Ivonne Vallée, a la sazón esposa del célebre Maurice Chevalier, y Maria Salomea Sklodowska, viuda de Pierre Curie, universalmente conocida como Madame Curie. Una nube de periodistas acudió para fotografiar a las dos celebridades, antes de que zarpase el barco; y uno de ellos se atrevió a preguntarles: «¿No les molesta que les recuerden siempre a sus maridos?». A lo que la petarda Ivonne Vallée, una bailarina de ‘music-hall’ a la que Chevalier había sacado del arroyo, contestó: «Me parece indignante. Por muchos méritos que mi marido haya acumulado, los míos también son considerables».

Mucho más modesta, Madame Curie (quien, para entonces, al premio Nobel de Física conseguido con su marido había sumado otro de Química en solitario) repuso: «Para mí no hay mayor orgullo que me recuerden a mi marido. De él aprendí muchas cosas; pero la más importante de todas es que, si se desea, se puede ser feliz en cualquier parte. Yo pasé los años más felices de mi vida trabajando con él en su miserable hangar, que recorríamos de un lado a otro para no pasar frío, mientras esperábamos los resultados de nuestras pruebas. Nuestra relación era extraordinariamente enriquecedora, porque unía el amor conyugal a la amistad más íntima, que entrelazaba nuestras almas hasta confundirlas. ¡Por favor, no dejen nunca de recordarme a mi marido!».

Pocos años más tarde, Maurice Chevalier se divorciaría de la bailarina Ivonne Vallée, quien volvería al arroyo, para morir en el más atroz anonimato. Madame Curie moriría también pocos años más tarde, pidiendo ser enterrada junto a su difunto marido en el cementerio de Sceaux, a pocos kilómetros al sur de París. Hoy sus restos reposan, junto a los de Pierre Curie, en el Panteón de París.

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