Si te he visto no me acuerdo
Por Juan Manuel de Prada
Recientemente, el doctor Sánchez, para justificar la amnistía a los ‘indepes’, hacía una afirmación que a la gente ingenua le pareció argumentación de gato panza arriba y analogía traída por los pelos:
—Igual que ocurrió con el divorcio y el matrimonio de personas del mismo sexo, aquellos que se manifiestan ahora en las calles acabarán recordando lo de estos días con el dicho de «Si te he visto, no me acuerdo».
La frasecita contiene cargas de profundidad sobrecogedoras para el espíritu despierto. Analicemos, en primer lugar, la analogía que nos propone, donde a simple vista mezcla asuntos de naturaleza muy diversa. Pero lo cierto es que el divorcio y el matrimonio de personas del mismo sexo suponen, para el derecho de familia, lo mismo que la amnistía para el derecho penal. De hecho, ‘amnistía’ y ‘divorcio’ son palabras del mismo campo semántico, como nos enseñan sus respectivas etimologías: mientras la amnistía ‘olvida’ para anular el pasado del criminal, el divorcio ‘da la vuelta’, para anular también el pasado de dos personas que estaban unidas. El doctor Sánchez, en realidad, eligió una analogía extraordinariamente atinada (a la par que maligna), tomando dos casos en los que las leyes positivas son usadas para borrar una culpa cierta, con la pretensión de negar la existencia de algo que verdaderamente ocurrió (disolver la comunidad política en un caso, disolver la comunidad conyugal o parodiarla en el otro).
Ambos son casos en los que la democracia puede mostrarse más magnánima que el mismo Dios, pudiendo borrar a un tiempo pena, culpa y pecado, y decretar que este último no ha existido. Una hazaña que ni siquiera está al alcance de Dios; pues Dios puede borrar las consecuencias del pecado (la culpa y la pena), pero no el pecado mismo. Al anular el derecho penal, como al anular el derecho de familia, el gobernante democrático se convierte en el Gran Inquisidor de Dostoievsky, que traza el mejor plan jamás concebido para tener a la gente sometida: «Les permitiremos pecar, ya que son débiles, y por esta concesión nos profesarán un amor infantil. Les diremos que todos los pecados se redimen si se cometen con nuestro permiso, que les permitimos pecar porque los queremos y que cargaremos nosotros con el castigo. Y ellos nos mirarán como bienhechores al ver que nos hacemos responsables de sus pecados. Y ya nunca tendrán secretos para nosotros».
La analogía del doctor Sánchez es, además de proterva, de una pertinencia plena. Pero fijémonos en el segundo aspecto de su afirmación, cuando se muestra convencido de que las gentes que ahora protestan contra la amnistía acabarán transigiendo con ella, incluso aceptándola encantados, sin querer recordar que en el pasado la execraron. El doctor Sánchez sabe que la democracia (cuando es fundamento y no forma de gobierno) es la plasmación más formidable y auténtica del espíritu hegeliano de la historia, que se caracteriza por el devenir. En efecto, la democracia como fundamento de gobierno consagra un ‘ethos’ que se funda en el principio de que la naturaleza humana no es algo estable, sino en constante mutación (de ahí que el ‘ethos’ democrático se decante siempre hacia el progresismo).
Para el ‘homo democraticus’, el ser se disuelve en el devenir; y esta primacía del devenir significa que el fin se torna insignificante y que lo que importa verdaderamente es la acción. Por ello el doctor Sánchez piensa que la gente que protesta hoy contra la amnistía terminará aceptándola, como terminó aceptando otras calamidades contra las que protestaba. El doctor Sánchez sabe que el ‘homo democraticus’ está inmerso en el devenir hegeliano y que, con tan sólo brindarle motivos nuevos para la protesta, irá asimilando, asumiendo, acatando, haciendo suyos (¡y encantadísimo de la vida!) los motivos antiguos. Porque el devenir hegeliano borra de nuestras almas el atributo divino de la inmutabilidad, montándonos en un carrusel de incesante movilidad. Y, además, cría callo en nuestras almas, insensibilizándolas.
Frente al mundo agustiniano, en el que el alma quiere ‘ser’ sin cambios y gusta de descansar quedándose quieta en las cosas que ama, en el mundo hegeliano del devenir las almas desnortadas corren detrás de los cambios, para aplaudirlos o protestar contra ellos, sin alcanzarlos nunca (porque cuando ya los alcanzan surge un cambio nuevo), pero dejándolos paradójicamente siempre atrás. El fin de la política moderna no es otro sino hacer que las almas no se detengan y arraiguen en convicciones definitivas, sino que se muestren constantemente dispuestas a cambiar de cónyuge o de idea, también de motivo de protesta (con tal de que no falten nunca nuevos y más abrumadores motivos que hagan de los antiguos ‘asuntos superados’). El doctor Sánchez sabe que, para la política moderna, la ley del pensamiento no es la verdad (que es inmutable), sino la opinión (que cambia y fluctúa); y sabe también que el ‘homo democraticus’ se halla huérfano de convicciones definitivas y, por lo tanto, necesita de alguien que dirija el movimiento de la opinión, abriendo así la vía del Leviatán. El doctor Sánchez cree que él puede ser ese hombre, la encarnación del espíritu hegeliano de la historia, y está dispuesto a asumir ese papel, por amor a la Españita que deviene.
«Si te he visto no me acuerdo», dice el socarrón del doctor Sánchez, para referirse a las lealtades movedizas del ‘homo democraticus’. Pero sabe mefistofélicamente que a él lo vamos a seguir viendo por muchísimo tiempo, y que jamás lo olvidaremos.
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