Por Marcelo Ramírez
Los últimos acontecimientos internacionales trazan un panorama que requiere análisis detallado. Las recientes decisiones políticas y los eventos que emergen en distintos frentes anticipan un período de alta volatilidad global, particularmente tras la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. Este cambio en el liderazgo no solo ha generado reacciones inmediatas en el ámbito interno estadounidense, sino también movimientos estratégicos en Europa y Oriente Medio, donde los actores principales parecen estar adaptando sus posiciones a un posible nuevo orden.
Desde Europa, el anuncio del ministro de las Fuerzas Armadas francesas, Sébastien Lecornu, de proporcionar un lote adicional de misiles a Ucrania, subraya cómo las potencias occidentales están redoblando su apoyo militar en el este del continente. Este movimiento busca fortalecer tanto las capacidades defensivas como ofensivas de Ucrania frente a la presión rusa, pero también es una respuesta al escepticismo de que Estados Unidos continúe financiando la guerra en las mismas condiciones bajo la administración Trump. Para París, garantizar una postura firme puede ser un intento de consolidar su liderazgo en una Europa que muestra señales de fragmentación ante la incertidumbre global.
Sin embargo, no todas las maniobras se dan de manera evidente o declarativa. En Ámsterdam, un incidente aparentemente deportivo entre el Ajax y el Maccabi de Israel reveló un trasfondo geopolítico inquietante. Los enfrentamientos que involucraron a hinchas israelíes, presuntamente vinculados a las Fuerzas de Defensa de Israel, expusieron una estrategia de provocación que incluyó desde insultos en un minuto de silencio hasta actos de vandalismo, como descolgar banderas palestinas. Este tipo de acciones, lejos de ser casuales, parecen diseñadas para generar reacciones que refuercen una narrativa victimista. La hipótesis de que la inteligencia israelí podría estar detrás de este tipo de episodios con el objetivo de fortalecer su posición internacional no es nueva, pero adquiere mayor relevancia en el contexto actual, donde el gobierno israelí, liderado por Benjamin Netanyahu, necesita desesperadamente una escalada para mantener su poder interno.
En el frente ruso-ucraniano, los ataques con drones sobre Moscú reflejan un cambio en la estrategia de Kiev. La desesperación por el eventual cese del apoyo financiero y militar estadounidense ha llevado al gobierno ucraniano a intensificar sus tácticas. Aunque los drones fueron derribados por las defensas rusas, los daños colaterales y el simbolismo del ataque muestran un intento de presionar a Rusia mientras aún se cuenta con el apoyo europeo. No obstante, este tipo de acciones también alimentan la narrativa rusa de una Ucrania dispuesta a arrastrar a sus aliados a un conflicto más amplio, lo que podría tener repercusiones en la ya debilitada cohesión de la Unión Europea.
Mientras tanto, Trump ha comenzado a dar señales claras de su intención de redefinir la política interna e internacional de Estados Unidos. Su discurso ha sido directo: resolver la guerra en Ucrania en 24 horas, recortar el flujo de armas y fondos, y priorizar una política nacionalista y pragmática. La llamada “Agenda 47”, presentada como un conjunto de reformas estructurales, incluye propuestas que podrían marcar un antes y un después en la política estadounidense. Entre ellas, destaca la intención de limitar los mandatos de los congresistas y desclasificar información sensible, como los archivos relacionados con el asesinato de John F. Kennedy. Este último punto no es menor, ya que forma parte de un acuerdo implícito con figuras como Robert Kennedy Jr., cuya alianza podría ser estratégica en el contexto de un sistema profundamente dividido.
La postura de Rusia frente a Trump es ambivalente. Por un lado, el Kremlin reconoce la imprevisibilidad del magnate y su estilo confrontativo. Por otro, ve en su política un posible punto de inflexión respecto al globalismo liberal que ha caracterizado a las administraciones demócratas. Las declaraciones del portavoz ruso Dmitry Peskov reflejan esta ambivalencia: mientras que la continuidad de Biden o Harris era predecible, Trump representa un enigma. Para Moscú, el dilema radica en si Trump será capaz de cumplir sus promesas y si el sistema estadounidense le permitirá implementar los cambios que plantea.
Sin embargo, el mayor desafío para Trump no proviene del exterior, sino de su propio país. Estados Unidos enfrenta una polarización sin precedentes. Las divisiones internas, alimentadas por años de propaganda mediática, han fragmentado la sociedad en facciones que ven en Trump, ya sea una esperanza o una amenaza. Las movilizaciones progresistas en ciudades como Chicago y Filadelfia, aunque pequeñas por ahora, anticipan un clima de tensión que podría escalar rápidamente. La convocatoria de una marcha masiva en Washington antes de la toma de posesión de Trump refleja el nivel de antagonismo que enfrenta su administración antes incluso de haber comenzado.
La promesa de Trump de desmantelar el “Deep State” y limitar el poder de las élites globalistas encuentra resistencia no solo en los demócratas, sino también en sectores del propio Partido Republicano.
A nivel internacional, la política de Trump hacia Irán también está en la mira. Aunque su retórica ha sido históricamente confrontativa, la posibilidad de un acuerdo pragmático con Teherán no está descartada. Irán, por su parte, ha mostrado señales de apertura, consciente de que un diálogo con la administración Trump podría ofrecerle una salida estratégica ante las crecientes presiones económicas y militares.
El escenario que se presenta es, en muchos sentidos, un reinicio de la historia. Si Trump logra implementar su agenda, el impacto será monumental, no solo para Estados Unidos, sino para el sistema internacional en su conjunto. Su éxito podría marcar el fin del modelo globalista anglosajón que ha dominado las últimas décadas y abrir la puerta a un mundo más multipolar. Pero el fracaso, ya sea por la resistencia interna o por su propia incapacidad para cumplir sus promesas, podría profundizar las fracturas existentes y llevar a Estados Unidos a una crisis aún mayor.
En este contexto, el próximo año será crucial. Los primeros meses de la administración Trump definirán no solo el rumbo de su política, sino también el nivel de resistencia que enfrentará. Las élites globalistas no están dispuestas a ceder terreno, y las señales de desestabilización interna, como la reactivación de movimientos sociales progresistas y las fracturas dentro de los partidos políticos, apuntan a un período de alta incertidumbre. Lo que está en juego no es solo la política estadounidense, sino la configuración del poder global en el siglo XXI.
Fuente: https://www.youtube.com/live/OkTw_UMk9fM
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