Un falso dilema – Por Juan Manuel de Prada

Por Juan Manuel de Prada

Observa Gustave Thibon que, en las sociedades fuertes y sanas, las instituciones estaban por encima de los individuos que las representaban: el matrimonio estaba por encima de los contrayentes, la monarquía estaba por encima del rey, el Papado estaba por encima del papa, etcétera. «Entonces –escribe Thibon– se podía uno permitir el lujo de criticar a tal rey o tal papa sin que el principio mismo de la monarquía o de la autoridad pontificia se inmutasen». Y esto ocurría porque las instituciones eran amadas por encima de las personas concretas que coyunturalmente las representaban; y la invectiva dirigida contra una de estas personas específicas en nada afectaba a la institución. En las sociedades decadentes ocurre exactamente lo contrario: sólo se aceptan las instituciones a través de las personas que las representan, a las que se ensalza hipócritamente hasta extremos grotescos; pero tal adulación discurre paralela al creciente deterioro de las instituciones, que entretanto han extraviado su naturaleza.

Siempre me ha resultado enternecedora esa gente ingenua que se desgañita, proclamándose contraria a la monarquía y defensora de la república, como si la monarquía vigente en España no fuese en puridad una república coronada que acata todos los principios republicanos. Por lo demás, si olvidamos los principios (como gusta hacer nuestra época), concluiremos que lo importante no es tanto quién ejerce el gobierno como el propósito con que lo ejerce. Aristóteles distinguía dos tipos de gobiernos: los que atienden al bien común y los que atienden intereses particulares. Y, parafraseando a Aristóteles, podríamos afirmar que sólo existen dos tipos de gobernantes: los que defienden al pueblo del Dinero y los que defienden al Dinero del pueblo. La monarquía se creó, precisamente, para defender al pueblo del Dinero, encumbrando a un hombre tan alto que pudiera mirar a los dueños del Dinero por encima del hombro, como si fuesen alfeñiques. Pero, al convertirse en repúblicas coronadas, las monarquías han pasado a servir al Dinero, como cualquier república presidida por Trump o Macron o cualquier otro chisgarabís lacayo del Dinero. La gente ingenua partidaria de la república cultiva la ilusión de que pone y quita gobernantes con su voto; en cambio, nunca se pregunta por qué todos los gobernantes que pone y quita son igualmente lacayos del Dinero.

El principio monárquico es consustancial a la formación misma de España y a su organización política; y ha sido desde tiempos inmemoriales el principio de legitimación última de cualquier régimen que haya aspirado al establecimiento de un mínimo de convivencia entre españoles. Desde la época visigótica, los pueblos hispánicos han marchado por la senda de la monarquía; una monarquía que, en la tradición española, no fue absoluta, sino con los diversos estamentos debidamente representados en cortes o estados generales, y con el rey jurando el fuero de sus súbditos. Que el principio monárquico es consustancial a España lo demuestra, por ejemplo, que el general Prim, tras la Revolución de 1868, estableciera como forma de gobierno una parodia de monarquía, importando un rey extranjero, Amadeo de Saboya, y tratando de fundar una nueva dinastía. Se trataba, por supuesto, de una tramoya que, como otras posteriores, desvirtuaba la naturaleza de la institución monárquica, convirtiéndola disimuladamente en república coronada.

José María Pemán lo explicaba con palabras tan clarividentes como demoledoras en ABC, allá por 1964: «Creo que todo el dilema está planteado entre una monarquía de tipo tradicional, social y representativa, y una fórmula incógnita, indefinida e innominada que, perfílese como se perfile, tendría sustancia republicana. De esos dos términos, uno de ellos (la monarquía tradicional) tiene perfil claro y definido. El otro es vago y confuso. Tan confuso que yo incluiría en él, por definición excluyente, todo lo que ‘no es’ monarquía tradicional, todo lo que tiene ‘sustancia republicana’: desde la República democrática, pasando por el ‘presidencialismo’, hasta la propia monarquía liberal y parlamentaria, que, entre nosotros, ya ha demostrado ser un principio de República. Sospecho que si alguien la defiende hoy en España es con intención –o al menos con riesgo grave– de que sirva de puerta y preámbulo para la República. Es la monarquía de los republicanos; y me parece lícito incluirla en el segundo término del dilema».

Incluirla en el primero es un falso dilema que se alimenta para engañar a la gente y fomentar el desprestigio de la institución monárquica.

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