Una cleptocracia en metástasis
Por Juan Manuel de Prada
«Sin virtud de la justicia, ¿qué son los gobiernos, sino execrables latrocinios?», se preguntaba San Agustín. Puestos a buscar una cleptocracia fetén, creo que no encontraríamos otra tan sólida, tan blindada contra intempestivas acciones de la justicia y a la vez tan plácidamente aceptada por las masas cretinizadas como el Régimen del 78. En cuestión de meses podría darse el caso de que estén incursos en causas penales la mujer y el hermano del presidente del Gobierno, varios ministros o exministros suyos, el fiscal general del Estado, la presidenta del Congreso… Y eso sin contar con el cambalache constante y disgregador que imponen las aritméticas parlamentarias; sin contar con el control político que se ejerce sobre jueces y magistrados a través del llamado Consejo General del Poder Judicial; sin contar con que la interpretación de las leyes se halla siempre en manos del poder ejecutivo a través del llamado Tribunal Constitucional; sin contar con que las más variopintas instituciones –del Ejército a la Universidad– estén por completo gangrenadas, colonizadas, depredadas por los capataces de este «execrable latrocinio».
La partitocracia –que es la forma de gobierno instaurada por el Régimen del 78– se funda sobre la instrumentalización abusiva de las instituciones políticas sin que exista por encima árbitro alguno (sólo entidades o grupos asociados a los intereses de las oligarquías dedicadas al latrocinio). Este poder gigantesco pero inorgánico, carente de legitimidad alguna, no se habría podido lograr, sin embargo, sin el desfondamiento moral de una sociedad que a sus vicios llama derechos; así la corrupción se ha convertido en el líquido amniótico en el que se desenvuelve la vida política, como conviene a una cleptocracia flagrante que ahora ingresa en fase de metástasis despepitada. No es que en los partidos haya más o menos políticos corruptos (aunque, desde luego, la jarca encabezada por el doctor Sánchez es el arca de Noé de la corrupción), sino que los partidos son estructuras oligárquicas concebidas para la rapiña irrestricta del erario público, juntas de ladrones a quienes las leyes garantizan la impunidad en el desempeño de sus latrocinios. Bajo el trampantojo ideológico, con el que enardecen y aturden a los incautos, los partidos políticos son máquinas succionadoras de la riqueza nacional; pero también –y esto es más grave aún– apisonadoras de los bienes espirituales del pueblo, al que pervierten hasta extremos de abyección insoportables.
Decía Aristóteles que la vida buena (la vida noble y plena, la ‘eudaimonía’) sólo podía alcanzarse en el seno de una comunidad que fomente la virtud y promueva el bien común. En su célebre clasificación de las formas de gobierno –ya lo hemos explicado en anteriores artículos–, Aristóteles no actúa como los panolis modernos, que determinan si una forma de gobierno es sana o degenerada según la titularidad del poder está en manos de uno o de muchos, sino que se fija en el ‘objeto’ del gobierno. Un gobierno es saludable si su objeto es la consecución del bien común; y es degenerado si su objeto es la consecución de intereses particulares. La partitocracia está concebida para favorecer irrefrenablemente intereses particulares o sectarios; es, por lo tanto, una forma de gobierno constitutivamente perversa y una amenaza existencial para la comunidad política. Pero, siendo este sectarismo muy pernicioso para el orden político, porque pone las instituciones al servicio de los intereses particulares, lo es todavía más porque causa daños gravísimos sobre las almas.
Aristóteles nos enseña que la corrupción de un régimen político, más allá de su dimensión económica o legal, tiene efectos profundos en el alma humana. En su ‘Ética a Nicómaco’, señala que tanto la virtud como el vicio se desarrollan a través de hábitos y decisiones políticas. Un régimen corrupto no solo actúa de manera injusta, sino que también degrada al pueblo, fomentando una atmósfera donde el vicio se recompensa y la virtud se pisotea; así no sólo los gobernantes, sino toda la comunidad política se corrompe, estableciendo comportamientos inaceptables como norma. Bajo una forma de gobierno corrupta, la envidia y las rencillas gangrenan al pueblo, que no tarda en convertirse en pandemónium de gentes enviscadas entre sí. Un régimen político corrupto alimenta el conflicto y debilita la cohesión social, hasta instaurar una auténtica demogresca, que es el humus fecundo sobre el que actúa cualquier forma de cleptocracia organizada. Pues la adhesión a las banderías o negociados ideológicos acaba nublando cualquier forma de discernimiento; y el entrechocar y rechinar de las banderías en liza permite a las oligarquías cleptocráticas dedicarse más desahogadamente a sus desmanes, sabiendo que el pueblo degradado prefiere los desmanes de ‘los suyos’ antes que el ascenso al poder de ‘los contrarios’.
Por supuesto, la corrupción es una lacra íntimamente vinculada a la naturaleza humana. Pero la partitocracia es un régimen político que garantiza su carácter sistémico e irrestricto; y también el que mejor favorece su impunidad. La partitocracia, en fin, fomenta un ‘ethos’ perverso, que fomenta la demogresca y promueve la demolición de las virtudes privadas y públicas, hasta lograr que la sociedad chapotee en un lodazal. Este «execrable latrocinio», esta consumada cleptocracia, es el régimen político que-nos-hemos-dado; y ahora nos toca disfrutar de su metástasis.
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