Una junta de ladrones – Por Juan Manuel de Prada

Por Juan Manuel de Prada

En algún pasaje de sus feroces diarios, Léon Bloy define el sufragio universal como «una carrera fatal hacia lo incalificable», basada en «la inmolación frenética, sistemática y mil veces insensata de la Calidad en aras de la Cantidad». En efecto, para lograr una mayor cantidad de votos, el gobernante envilece la calidad del pueblo; y, a su vez, el pueblo envilecido elige gobernantes de peor calidad, gobernantes cada vez más viles, hasta que finalmente una sórdida junta de ladrones gobierna con el aplauso de una chusma que chapotea en la abyección. Se trata de una visión clarividente y profética que también encontramos en aquel veredicto feroz de Donoso Cortés que nunca nos cansaremos de citar: «El principio electivo es de suyo cosa tan corruptora que todas las sociedades civiles, así antiguas como modernas, en que ha prevalecido han muerto gangrenadas».

Esta carrera fatal hacia ‘lo incalificable’, o hacia la muerte por gangrena, alcanza en esta fase terminal del Régimen del 78, bajo el mandato del doctor Sánchez y sus mariachis, una de sus expresiones más intimidantes y, a la vez, chuscas. Ocurre, sin embargo, que como la gente contempla el panorama con las anteojeras ideológicas, casi nadie percibe una evidencia clamorosa. El doctor Sánchez y sus mariachis no son políticos que, en el ejercicio del poder, se hayan corrompido o dejado corromper; el doctor Sánchez y sus mariachis son constitutivamente delincuentes que se dedicaron a la política para poder perpetrar más desahogadamente sus latrocinios. Esta distinción se nos antoja fundamental y no suficientemente señalada.

Aunque las ratas empiezan a abandonar el barco, todavía hay periodistas ‘sobrecogedores’ que tratan de exculpar al doctor Sánchez del cúmulo de escándalos que lo cercan. Para ello, lo pintan como un hombre ingenuo o aturdido que, tras ser traicionado por sus colaboradores, hace una ‘selección de personal’ nefasta, porque no tiene donde escoger y tiene que conformarse con reclutar purrela. Pero el doctor Sánchez no hizo sino rodearse de personas de su misma índole, como esos truhanes de las películas de atracos que van recolectando a una serie de ‘especialistas’, cada cual con sus habilidades específicas, hasta completar el equipo que necesita para acometer el robo del siglo. Sin adentrarnos en exceso en los territorios cenagosos donde yacen sepultados los antepasados del doctor Sánchez (por aquello de que los hijos no heredan los pecados de los padres), resulta en verdad llamativo que varios de ellos frecuentasen la cárcel, y alguno de ellos tras cometer crímenes horrendos. Y, sin necesidad de remontarnos en su árbol genealógico, descubrimos en el doctor Sánchez, desde sus mocedades, actitudes desaprensivas, hábitos inescrupulosos, arterías y enredos que delatan su índole. El episodio de su tesis doctoral, en realidad una ensalada de plagios aliñada por un negro, es característico de un timador redomado. Y, aunque nadie esté libre de enamorarse de la hija de un rufián, para lucrarse de las rufianerías del suegro o habitar pisos que han sido adquiridos con las rentas de su turbio negocio se requieren unas tragaderas especiales que sólo brinda la connivencia con el delito.

Todas estas actitudes desaprensivas y hábitos inescrupulosos del doctor Sánchez, aunque escamoteados por sus palmeros, son sobradamente conocidos por la inmensa mayoría de los españoles. Eran conocidos cuando el doctor Sánchez fue encumbrado como mandamás del partido de Estado; lo eran cuando ganó la moción de censura que lo convirtió en presidente del gobierno; lo seguían siendo cuando se presentó a elecciones. Un tipo que ha respirado los miasmas del proxenetismo y que ha obtenido títulos académicos fraudulentamente tendría, desde luego, que ocupar habitación en un establecimiento público; pero no en un palacio, precisamente. Sin embargo, en una sociedad tan gangrenada como la nuestra un tipo así puede ser encumbrado y habitar un palacio; y puede, una vez instalado en el palacio, seguir practicando las mismas actitudes desaprensivas y hábitos inescrupulosos que practicaba mientras vivía en un piso adquirido con las rufianerías del suegro. También puede obtener títulos académicos fraudulentos para la hija del rufián, convertida en catedrática de la noche a la mañana; y puede montarle con recursos públicos una oficina para que se lucre con turbios negocios, como antes se lucraba de las rufianerías del padre.

Y puede, en fin, rodearse de gentes de su misma calaña, un lumpen dedicado a la rapiña, el chantaje y el lenocinio. Los especímenes que ahora vemos desfilar hacia la cárcel no son políticos que, tentados por el dinero, terminaron probándose débiles o venales. Son delincuentes que, al abrigo de la política, pudieron explotar más desahogadamente sus habilidades particulares. Y todos fueron recolectados por el jefe de la banda, que a imitación de Monipodio en ‘Rinconete y Cortadillo’ se encarga de la ‘selección de personal’, eligiendo a quien le parece idóneo para el timo, para la estafa, para la paliza por encargo, etcétera. Luego, cuando las circunstancias lo aconsejen, el jefe de la banda puede fingir que no conoce a su séquito, como hace el príncipe Hal con Falstaff, su compañero de juergas; y llegado el caso, si el jefe de la banda se ve acorralado, puede hacerse el mártir ante sus adeptos fanatizados, presentándose como víctima de una persecución política. Por eso conviene contemplar a esta caterva desnudamente en lo que son, sin aderezos ni afeites ideológicos: una junta de ladrones que gobierna sobre un pueblo envilecido.

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