Van por Trump: La revolución de color en casa – Por Marcelo Ramírez

Van por Trump: La revolución de color en casa
Por Marcelo Ramírez

Las revoluciones de color han sido, desde hace décadas, una herramienta predilecta de Occidente para desestabilizar gobiernos que no se alinean con sus intereses. Hemos visto este guión repetirse en países de Europa del Este, Medio Oriente y América Latina, casi como una coreografía precisa: movilizaciones masivas, simbología de colores, financiamiento externo, cobertura mediática sesgada y el inevitable desenlace del cambio de régimen. Sin embargo, lo que pocos anticipaban es que esta estrategia sería utilizada dentro de las propias fronteras de Estados Unidos, dirigida contra su propio expresidente: Donald Trump.

Sí, el mismo país que ha señalado con dedo inquisidor a medio mundo por no ajustarse a los estándares de democracia liberal ahora aplica su mismo manual de desestabilización en casa. La maquinaria mediática y política que tradicionalmente se enfocaba en exportar “democracia” a través de movimientos populares espontáneos —que de espontáneos tenían poco— apunta ahora sus cañones hacia adentro. Y el objetivo no es otro que Donald Trump.

La narrativa es clara: Trump representa una amenaza para el establishment, para el núcleo duro del poder real que no se somete al vaivén electoral ni a los humores del votante. Y cuando alguien se atreve a cuestionar el sistema, el sistema responde. Con todo. Judicialización, censura encubierta, guerra mediática, aislamiento financiero, cancelación cultural. Nada se deja librado al azar.

Los paralelismos con otros escenarios donde se ha aplicado esta fórmula son evidentes. Se fomenta la polarización social, se amplifican las tensiones raciales y se utilizan organizaciones y movimientos como punta de lanza para generar caos y deslegitimar al adversario político. Todo esto, por supuesto, bajo la bandera de la defensa de la democracia y los valores occidentales. ¿Les suena familiar? Ucrania, Georgia, Venezuela, Hong Kong… y ahora Florida, Texas, y cualquier estado que resista el nuevo catecismo progresista-globalista.

Pero, ¿qué implica que Estados Unidos emplee en su propio suelo las tácticas que usualmente reserva para otros? En primer lugar, evidencia una crisis interna profunda, donde las élites están dispuestas a sacrificar la estabilidad del país con tal de mantener su hegemonía. Segundo, muestra la hipocresía de un sistema que no duda en aplicar en casa lo que critica y combate en el extranjero. No hay principios, solo intereses.

La persecución judicial y mediática contra Trump no es más que la punta del iceberg. Detrás de esto, hay una lucha encarnizada por el control del relato y, en última instancia, del poder. Las instituciones que deberían ser imparciales se ven arrastradas al juego político, perdiendo su credibilidad y minando la confianza pública. Se rompen las reglas del juego democrático mientras se proclama, con la voz en alto, que se está defendiendo la democracia. Una democracia cada vez más parecida a una dictadura de minorías ruidosas financiadas por grandes corporaciones.

Mientras tanto, el ciudadano común queda atrapado en medio de esta batalla, utilizado como peón en un tablero donde las reglas las dictan aquellos que temen perder sus privilegios. La democracia, esa palabra tan manoseada, se convierte en una mera herramienta retórica vacía de contenido real. El votante dejó de ser soberano para convertirse en un obstáculo a sortear cuando no vota como debe.

Es imperativo que la sociedad estadounidense despierte ante esta realidad. Permitir que las tácticas de desestabilización se normalicen en el ámbito doméstico sienta un precedente peligroso. Hoy es Trump el objetivo; mañana puede ser cualquier otro que desafíe al statu quo. El problema ya no es ideológico, es estructural. La disidencia no será tolerada, venga de donde venga.

La revolución de color en casa es una señal de que el imperio está en crisis, dispuesto a devorarse a sí mismo para sobrevivir. Pero, como la historia ha demostrado, estas estrategias suelen tener consecuencias imprevistas. El fuego que hoy se aviva puede terminar por consumir a quienes lo encendieron.

Y hay un dato que no es menor: si esto le hacen a un presidente con millones de seguidores, con capacidad de arrastre, con recursos para dar pelea, ¿qué no le harían a un ciudadano común? El mensaje es claro: no se atrevan a cuestionar el orden impuesto. Porque los próximos en la lista pueden ser ustedes.

El sistema político, judicial y mediático se ha transformado en una trituradora. Y lo que busca no es justicia, ni verdad, ni transparencia. Busca disciplinamiento. Disciplinar al que piensa distinto, al que plantea otra agenda, al que resiste la imposición de un modelo de mundo único y obligatorio. El globalismo, en su fase final, no admite rivales. Y Trump, más allá de sus contradicciones, representa justamente eso: un rival.

Las opiniones y análisis expresados en este artículo pueden no coincidir con las de la redacción de Kontrainfo. Intentamos fomentar el intercambio de posturas, reflejando la realidad desde distintos ángulos, con la confianza de aportar así al debate popular y académico de ideas. Las mismas deben ser tomadas siempre con sentido crítico.

Como siempre, habrá quienes celebren esta cruzada disfrazada de proceso judicial. Pero el tiempo dirá si esta alegría es genuina o simplemente el preludio de una tormenta. Porque cuando los Estados se transforman en herramientas de facción y no en garantes del bien común, la cuenta siempre llega. Y suele ser cara.

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