Vermut con consentimiento
Por Juan Manuel de Prada
El director de cine Carlos Vermut ha sido acusado por tres mujeres de aprovechar su posición de dominio en la industria cinematográfica para mantener relaciones sexuales de tipo sádico. Vermut reconoce haber practicado «sexo duro» (así llama a aberraciones como estrangular a una mujer), pero «siempre de manera consentida»; las tres agredidas afirman, en cambio, que las sevicias que sufrieron no fueron consentidas (aunque reconocen que, al acercarse a Vermut, esperaban obtener un impulso en sus carreras). Una vez más, el «consentimiento» se erige en el único requisito que la debilidad terminal de nuestra época exige para que una conducta abominable se convierta en conducta plenamente aceptada.
Por supuesto, este episodio está siendo presentado como un caso de «violencia machista». Pero lo cierto es que el comportamiento de este Vermut no hace sino reflejar el meollo más íntimo de sus películas; y, por elevación, el repulsivo clima de promiscuidad y depravación que impera en los ambientes cinematográficos y culturetas, durante décadas dominados por el establishment progresista. El caso Vermut (como antes el de Weinstein y tantos otros) no hace sino reflejar la inabarcable podredumbre moral que impera en estos ambientes, que convierten los establos de Augias en un epítome de la limpieza. Nada pudre tanto a una sociedad como la eliminación de los frenos morales; nada la destruye tanto como la falta de discernimiento sobre lo que es bueno y lo que es malo. Nos enseñaba Dostoievski que las sociedades sanas se dedican a fortalecer los frenos morales que mantienen atados a los demonios; las sociedades enfermas, en cambio, desatan a los demonios, para después escandalizarse cuando empiezan a perpetrar fechorías. Depravados como Weinstein existen en todas las sociedades; pero en aquellas que fortalecen los frenos morales se tropiezan con muchos más escollos a la hora de perpetrar sus fechorías.
Cuando es el «consentimiento» lo que determina la licitud moral de estrangular a una mujer, cuando las relaciones sexuales no están protegidas por las virtudes domésticas, se desatan todos los demonios (que, tarde o temprano, derriban las barreras del consentimiento). Así, un depravado con poder tendrá más probabilidades de abusar de las mujeres que se acerquen a él, llevadas por la ambición del triunfo. La denuncia contra Vermut no sólo está esquivando la causa profunda del problema, sino que contribuye a agravarlo. El progresismo, con la ayuda inestimable de los medios de cretinización de mesas, en lugar de condenar las pasiones desenfrenadas y aberrantes que no respetan ningún límite (tampoco, por supuesto, el inane «consentimiento»), seguirán demoliendo las instituciones y las virtudes que encauzan la sexualidad humana y protegen a las mujeres, dignificándolas. No hará nada por recomponer los frenos morales que mantienen atados a los demonios; porque la vuelta a un orden auténticamente moral derruiría su imperio.
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