Antropología capitalista (II)
(se puede leer la parte I, acá)
Por Juan Manuel de Prada
Decíamos en un artículo anterior que el hombre nuevo capitalista es un individuo soberano e independiente, que no debe nada a los demás ni espera nada de los demás, más allá de aquello a lo que está dispuesto a comprometerse voluntariamente. Además, debe estar dotado de una absoluta libertad de elección que le permita no solamente elegir el pastel que desea comer, entre los cientos que se ofrecen en el escaparate de una pastelera, sino también la ¿persona? con la que desea follar en Tinder, o la profesión a la que desea dedicarse (aunque sea una profesión que no se concilia con sus capacidades naturales). Y esta libertad de elección que exige el capitalismo debe estar despojada de
cualquier tipo de interferencia externa. Para el capitalismo, la dignidad del ser humano se asienta en la autonomía personal, en la capacidad individual para elegir, para decidir y para gobernarse a sí mismo. Huelga añadir que en una sociedad de hombres libres, tal como la entiende el capitalismo, no pueden existir los fines comunes ni las metas colectivas.
Como postula Friedman, no sólo es que el bien común no exista, sino que, de existir, habría que impedirlo, porque sería destructivo de la libertad y empujaría a esa sociedad a la barbarie. En el mejor de los casos, la sociedad de hombres libres que preconiza el capitalismo podría admitir la existencia de un difuso interés general, entendido como aquello que asegura las condiciones para que cada individuo sea libre para alcanzar sus intereses privados.
¿Pero cómo podríamos describir la libertad de elección que postula el capitalismo? Se trata de una libertad negativa que no está asociada a ningún objeto o meta concreta. No es una libertad con finalidad (libertad para), sino una pura pulsión, una pretensión bulímica e insaciada (libertad de). Sólo esta libertad negativa permite el funcionamiento de la
mano invisible del mercado; si mañana esa libertad se asociara a la consecución de un bien común, el mercado se desplomaría estrepitosamente Como escribe Hayek en “Camino de servidumbre”, la libertad individual no puede conciliarse con la supremacía de un propósito cualquiera al que la sociedad al completo debe estar total y permanentemente subordinada. Se trata, en definitiva, de una caracterización de la libertad radicalmente anticristiana.
Este rechazo de cualquier meta compartida o de una noción de bien común que una a la sociedad se agudiza cuando el capitalismo establece -así lo afirma sin ambages Adam Smith- que la fuerza dominante en la vida es el esfuerzo uniforme, constante e ininterrumpido de cada ser humano por mejorar su propia condición. El hombre, según la antropología capitalista, debe ser un maximizador de intereses, pues para el capitalismo el deseo humano (que no puede ser satisfecho, y que más bien parece infinito, en palabras de Smith) requiere ser constantemente atendido. El hombre nuevo capitalista, ante esos deseos ilimitados que no dejan de apremiarlo, tiene que organizar la economía
en torno al crecimiento, pues no puede existir una vida feliz sin satisfacción del deseo. La antropología capitalista nos enseña que estaremos mejor cuanto más consumamos, cuanto más tengamos (no sólo productos, también todo tipo de experiencias), porque el crecimiento es el criterio que mide el bienestar. Nuevamente, nos hallamos ante una antropología radicalmente anticristiana.
Se puede leer la parte III acá.
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