Antropología capitalista. Un gran arquitecto que nada tiene que ver con el Dios cristiano. Parte III. – Por Juan Manuel de Prada

Por Juan Manuel de Prada
(pueden leerse aquí las partes I y II)

Inevitablemente, una antropología que exalta al individuo soberano, autodeterminado y competitivo resulta incompatible con toda forma de organización comunitaria tradicional, empezando por la familia. Adam Smith lo declara sin ambages en La teoría de los sentimientos morales: «En los países comerciales, […] los descendientes de la misma familia, al no tener motivos para permanecer juntos, se separan y dispersan naturalmente, según lo sugiera el interés o las inclinaciones. Pronto dejan de ser importantes unos para otros, y en pocas generaciones no sólo pierden toda preocupación mutua, sino toda memoria de su origen común y de la conexión que se entabló entre sus antepasados». A declaración de parte, relevo de pruebas. Para la antropología capitalista, la familia se convierte en una mera organización de consumo; pero con frecuencia también en un impedimento para ese «reajuste
necesario en el género de vida» que reclamaba Lippmann. De ahí que el capitalismo siempre haya tratado de minar, solapada o descaradamente, los vínculos familiares, al principio obligando a los obreros a abandonar su hogar para conseguir trabajo, después mediante la “maximización” del deseo egoísta que ha convertido a las familias en campos de Agramante, tal como denunciaba Chesterton hace un siglo (y hoy también en campos de exterminio donde se masacra la vida gestante).

Y lo que sucede en el ámbito familiar ocurre en otros ámbitos comunitarios. El capitalismo actúa como disolvente de los vínculos, pues la división del trabajo torna brumosas o ignotas
las necesidades de las personas que participan en la cadena de intercambios de los bienes que consumimos.

Esos bienes llegan a ser algo así como meteoritos que aterrizan en el supermercado, sin ninguna conexión discernible con las personas que los produjeron, que pueden estar  sometidas a condiciones laborales propias de un régimen esclavista. ¿Quién piensa, cuando come un melocotón, en las condiciones en las que están trabajando (no en Sebastopol, ni en la Cochinchina, sino en las explotaciones frutícolas españolas) los recolectores de fruta? El mercado capitalista es la mejor y más cínica plasmación de aquel cruel refrán: «Ojos que no ven, corazón que no siente». La disolución de los vínculos comunitarios que favorece la antropología capitalista conduce a la pasividad moral.

Inevitablemente, una antropología que desliga a los hombres tampoco va a favorecer que se religuen a Dios, siquiera al Dios providente del que nos hablan los Evangelios. El capitalismo, de hecho, ha urdido un mecanismo sucedáneo que suple la divina providencia: se trata de la “mano invisible” que rige el mercado, permitiendo mágicamente que la búsqueda del interés individual redunde en beneficio del “interés general”. Así, además de sustituir a la providencia divina, la “mano invisible” del mercado transforma el vicio privado
en virtud pública, algo que contradice los principios básicos de la moral, que nos enseñan que no se debe realizar un mal con la excusa de alcanzar un bien. O sea, la ‘mano invisible” ha ordenado el mundo basándose en la premisa absurda de que los actos humanos poseen consecuencias involuntarias, totalmente opuestas a la intención primera que los anima. La
providencia divina, que es puro logos queda así suplantada por una parodia absurda, que postula el ilogicismo (además de promover el pecado): actúa egoístamente, así beneficiarás a tu prójimo. Este aberrante apotegma es incompatible con una conciencia moral recta.

El capitalismo postula, en fin, un dios que nada tiene que ver con el Dios cristiano: una suerte de gran arquitecto que ha puesto en marcha la maquinaria del mundo y luego ha hecho mutis por el foro, dejando que la “mano invisible” del mercado ponga orden. Un gran arquitecto que permite que individuos soberanos alcancen la felicidad propia y ajena mientras buscan egoístamente el interés personal, sin esperar redención alguna (porque el pecado es algo que beneficia a la sociedad entera, “gestionado” por la providente “mano invisible” del mercado).

Chesterton afirmaba que el capitalismo es una herejía porque, en lugar de mirar las cosas creadas y ver que son buenas, como hizo Dios, las mira y ve que son bienes. También lo es
porque, además, pretende que Dios no creó lo suficiente, dado que los deseos del individuo exceden los recursos disponibles. El dios capitalista es, pues un sádico cósmico. Así se explica que, en las sociedades capitalistas, mientras los vínculos humanos son arrasados, la fe se extinga como la llama de un pabilo mortecino.

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