Por Christian Cirilli
Vengo insistiendo de manera casi maníaca que la Operación Militar Especial (OME) rusa en Ucrania viene atravesando un nuevo punto de inflexión.
El primero ocurrió tras el hundimiento del crucero 𝑀𝑜𝑠𝑘𝑣𝑎́, buque insignia de la Flota del Mar Negro, operación planificada y muy probablemente ejecutada por la OTAN y de la que poco sabemos efectivamente porque se tendió sobre ella un manto de secretismo.
No obstante, este hecho grave para la Armada Rusa, que afectó no solamente la operatividad de su flota, sino el espectro radioeléctrico en la zona suroeste y, demás está decir, el orgullo de los rusos, implicó que la guerra definitivamente girara de un esquema de maniobras, fintas y amenazas, a uno de consolidación de terreno, y políticamente, de uno de desnazificación y desmilitarización (un objetivo cuasi-policial) a uno de conquista y anexión.
El elemento sobresaliente de ese acontecimiento militar fue que la OTAN no se refugiaría solamente en el rol de abastecedor de armas, inteligencia y reconocimiento, sino que también asumiría y perpetraría operaciones militares altamente sensibles cuando se evaluara que ello era de carácter necesario y urgente.
Con el hundimiento del 𝑀𝑜𝑠𝑘𝑣𝑎́, Rusia definitivamente entró en colisión con la OTAN, de manera frontal y directa, además de subsidiada, y se enteró amargamente que esta organización haría todo lo que estuviera a su alcance para evitar salidas negociadas u objetivos consolidados por parte de Rusia, subvirtiendo a como dé lugar y con cualquier tipo de método la posibilidad de instalar un nuevo statu quo. De todo ello hablé aquí.
Ahora bien, el 9 de agosto ocurrió otro suceso estremecedor que a mi juicio cambia el signo de la guerra. En el aeródromo naval de Saki, en Novofédorovka, Crimea, ocurrieron unas impresionantes explosiones que sin duda ocasionaron pérdidas importantes en la aviación de combate, la logística y el personal. Hablé de ello aquí.
Si bien los ucranianos ya habían atacado con artillería de cohetes, helicópteros y sabotaje almacenes de combustible en territorio ruso limítrofe – recuerdo los de Briansk del 25 de abril tras la orden de Zelenski de sabotear detrás de la líneas enemigas – nunca antes se habían animado a Crimea, dado que la dirigencia rusa había consagrado a la península como una «línea roja» y todos saben qué significa eso.
No obstante, el ataque a Crimea ocurrió. Y ocurrió de manera – por decirlo elegantemente – «demasiado vistosa» como para ocultarlo.
Occidental como soy me pregunté en aquel momento qué represalia tomaría Moscú ante tal «mojada de oreja». Luego recapacité que los rusos no suelen enzarzarse en el mismo terreno, esto es, no devuelven una operación puntual con otra, un golpe por golpe, y mucho menos en el corto plazo, cuando las defensas están preparadas para la respuesta. Ellos prefirieron, por ahora, incrementar el «dial del dolor», avanzando en todas las líneas de contacto, desde el óblast de Járkov hasta Zaporiyia, sin apartarse del libreto y sin malgastar energías en resultados que suelen ser más propagandísticos que terrenales.
Esto probablemente enerve a Ucrania y sus titiriteros, que no pueden romper las líneas rusas, ni distraer sus recursos en otros asuntos, para emprender la tan ansiada (y largamente demorada) contraofensiva «de Jersón hasta Crimea», donde Ucrania se jugaría el resultado de la guerra y su propia cohesión territorial, mientras Occidente apuesta su fama de invencibilidad.
Por ello, estimo, el ataque, luego reconocido por los mismos rusos como un sabotaje, sobre Saki (Crimea), es la instauración de un nuevo punto de inflexión en la guerra; una bisagra en donde la guerra «se ensuciará» aún más con operaciones de diversión extremadamente crueles en las retaguardias, magnicidios, extorsiones políticas y muchas, pero muchas, actuaciones de inteligencia/contrainteligencia y de prensa.
En ese sentido, Occidente y su leal aprendiz ucraniano han desatado toda una suerte de operaciones combinadas donde los «cadáveres exquisitos» son parte de la ecuación.
Si bien la hermética seguridad de Putin, Shoigú o Medvédev debe hacer imposible acercárseles siquiera, golpear a sus segundas y terceras líneas, asesores, inspiradores o colaboradores, puede que no sea una empresa tan difícil.
Si se logra intranquilizar a los máximos contribuyentes al esfuerzo de guerra con amenazas concretas de muerte, ello implicaría evidenciar la debilidad de (el gobierno de) Putin, que no podría proteger a los suyos en su propia casa. Así, de alguna manera, derivaría en limar su legitimidad y autoridad.
Hay, evidentemente, un cambio de tácticas occidental respecto de Rusia. La cuestión no se dirimirá (únicamente) en un combate militar frontal (con un posible acuerdo de paz posterior, un procedimiento clásico entre partes beligerantes). Todo apunta en que habrá una subversión constante, a los efectos de ganar indirectamente lo que no se puede lograr de manera directa. Esta nueva etapa puede tener que ver justamente con el curso desfavorable de los acontecimientos para el lado occidental.
En la última semana se vinieron sucediendo sabotajes contra objetivos militares y logísticos en las zonas fronterizas de Rusia, incluida (la vedada) Crimea. A eso se suma la extorsión nuclear de Zaporiyia, la posible inclusión de Rusia como «Estado Patrocinador del Terrorismo», la campaña sobre la deportación de rusos en toda la «comunidad internacional» (o sea, Occidente y lacayos de Occidente) y ahora este asesinato con bomba sobre la hija del filósofo más influyente del Kremlin.
Esto significa que el territorio ruso está infestado por una extensa red de reconocimiento y sabotaje de los servicios especiales atlantistas, capaz de implementar operaciones complejas y extremadamente peligrosas.
Probablemente tenga que ver en ello la política de «dar pasaportes» rusos en las zonas ucranianas prorrusas, que posibilitó la inserción de fuerzas especiales en Crimea y el resto del país.
Pero no debe descartarse también que dentro de Rusia existen facciones neonazis contrarias al gobierno y quintacolumnistas que hasta podrían haber organizado sus propias fuerzas de choque, que se desvivirían por impresionar a sus amos. Tampoco puede ignorarse las células terroristas islámicas, siempre bien dispuestas a subirse al bote de Occidente – con el cual tienen aceitadísimas relaciones – y morder los talones al oso.
De hecho, instalar una bomba con activación remota no suele ser una tarea tan compleja; las mafias italianas y los carteles colombianos solían hacerlo allá por principios de los 90.
La horripilante muerte de Daria Dúgina – más allá de si era la verdadera destinataria o lo era su padre – nos advierte del comienzo de los asesinatos políticos como método de guerra.
En efecto, Daria estaba sometida a los efectos de la mega-cancelación occidental, esto es, las sanciones impuestas por Estados Unidos en marzo de 2022, por ser la directora del sitio web 𝑈𝑛𝑖𝑡𝑒𝑑 𝑊𝑜𝑟𝑙𝑑 𝐼𝑛𝑡𝑒𝑟𝑛𝑎𝑡𝑖𝑜𝑛𝑎𝑙 (UWI), calificado caprichosamente como «medio de desinformación» por fomentar el euroasianismo, un mundo multipolar opuesto al atlantismo, una alternativa global al liberalismo, el reconocimiento de la diversidad cultural, y la lucha contra la hegemonía y la colonización.
Dejo aquí los pensamientos de Daria (está en francés) donde anticipa que lo de Ucrania es un choque civilizatorio entre globalistas y euroasianistas, algo largamente sostenido por este humilde servidor:
No sería raro a partir de ahora que el método se extienda a atentados contra estaciones de trenes, teatros, shoppings o bloques de viviendas, como los acaecidos durante las Guerras Chechenas, cuando una vez conquistada Grozny a sangre y fuego, empezó la fase terrorista, en junio de 1995, con la toma del hospital de Budionnovsk (Krai de Stávropol).
Los atentados terroristas son una metodología de guerra asimétrica, que es inválida cuando Occidente es la víctima, pero perfectamente legítima cuando se aplica a sus enemigos.
Rusia sufrió muchos atentados en su territorio durante las Guerras Chechenas, pero durante la Segunda Guerra (26/08/1999 – 16/04/2009), cuando Putin tomó el mando y manifestó una actitud intransigente para con los rebeldes que rechazaban las negociaciones, recrudecieron y se hicieron más salvajes, alcanzando el centro de Moscú. Ello fue además coincidente con una mayor influencia del integrismo wahabita (la «Brigada Internacional Islamista», organizada por la CIA) en el bando checheno. El peor ataque fue el tristemente célebre «Secuestro del Teatro Duvrovka», el 26/10/2002, que se llevó 171 vidas.
Es más, cualquier persona bien documentada sabe que durante esos fatídicos años, los yihadistas chechenos estuvieron bien acompañados por voluntarios neofascistas ucranianos de la organización UNA-UNOS, fusionada a Právy Sektor en 2014 y luego incorporadas por el Gólem Zelenski a las Fuerzas Armadas.
Si bien estas organizaciones ultraderechistas tienen retórica islamofóbica y judeofóbica, su extremismo destaca a Rusia como su principal enemigo y no dudan en sumarse como aliados a cualquiera que los enfrente y desee su destrucción. Es por eso que, a pesar de su simbología e ideología pronazi, la condición de judío de Zelenski no les perturba.
La (amargamente) inaugurada fase terrorista, ya definitivamente lanzada, tiene por objeto «quebrar la normalidad» de la vida civil en Rusia y poner al pueblo en contra de sus dirigentes y los objetivos soberanos de la Federación.
Asimismo, distraer importantes medios para la vigilancia interna que desgasten energías y los desconcentren de los propósitos prioritarios.
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