Por Juan Manuel de Prada
Acaban de emitir los obispos españoles una nota doctrinal en la que muy atinadamente denuncian una ofensiva legislativa fundada «en principios antropológicos que absolutizan la voluntad humana, o en ideologías que no reconocen la naturaleza del ser humano», otorgando «nuevos derechos» que en realidad no son sino «la manifestación de deseos subjetivos». Pero, tras un diagnóstico tan certero de la situación presente, los obispos vuelven a anclarse en la defensa de un «derecho a la objeción de conciencia» que esta ofensiva legislativa proyecta eliminar o restringir muy severamente.
Ante el fenómeno rampante de la secularización, la Iglesia optó por replegarse en ámbitos cada vez más reducidos: frente a un Estado que evacuaba leyes lesivas del bien común, pensó que podía oponer una sociedad mayoritariamente católica; luego, cuando esa sociedad dejó de ser mayoritariamente católica, pensó que podía formar familias que fuesen baluartes frente a la secularización; cuando ese baluarte empezó a ser desmigajado, pensó que la conciencia personal era el último reducto inexpugnable. No negaremos que, mientras las leyes inicuas simulaban hipócritamente y no se atrevían a proclamar como derechos inatacables las aberraciones que exaltaban, la objeción de conciencia fuese una medida tácticamente eficaz (aunque, desde luego, completamente antipolítica, pues defendiendo el bien particular del objetor ‘privatiza’ la verdad y borra la noción de bien común); pero en la época presente, en que las aberraciones son encumbradas como derechos inatacables, la objeción de conciencia se torna por completo ineficaz. Y torna odiosos a quienes la invocan, pues entretanto esas aberraciones son percibidas como actos moralmente intachables, incluso como ‘obras de misericordia’, por una mayoría social.
Al borrar la noción de bien común, la conciencia deja de ser un juicio interior que realizamos a partir de un discernimiento objetivo sobre el bien y el mal, la verdad y el error. Y se convierte en un instinto o ‘sentimiento individual’, una especie de mecanismo exculpatorio a través del cual justificamos el ejercicio de nuestra voluntad; una especie de ‘derecho a actuar según nuestra propia conveniencia’, disfrazado de coartadas ternuristas. Puesto que ya no existe el bien común como categoría nítida, el bien se convierte en la mera realización de nuestra voluntad individual; y toda realización de la voluntad individual se torna necesariamente buena. Siempre, por supuesto, que no dificulte o impida la realización de otras voluntades individuales. De ahí que la nueva ofensiva legislativa se disponga a conculcar la objeción de conciencia, tan pronto como tenga la certeza de contar con una mayoría de ‘conciencias’ que la repudian (y ese momento está a punto de llegar, si es que no ha llegado ya). De ahí que sea tan necesario alumbrar las conciencias arrasadas y restaurar la noción de bien común, que sólo se salvaguarda con leyes que disciernan el bien y el mal, la verdad y el error.
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