Por Ricardo Vicente López
El comienzo de esta segunda parte me ofrece la oportunidad de agregar algunos comentarios aclaratorios. Dado que la corroboración de lo que expreso no es posible de ser verificado por el ciudadano de a pie, que acude a internet, puesto que allí, por regla general, no se puede encontrar trabajos sobre teología, historia del judeocristianismo, o sus diversas variantes, quiero definir mi posición: yo no soy una persona de fe, al menos en cuestiones propias de los modos de presentarse de las iglesias. Equivale a decir, que se presenta una condición innegociable de colocar la fe como condición para avanzar en sus propios textos.
Yo me defino como un humanista, que estudia a investigadores de las problemáticas socio-políticas que asedian a la población occidental (del resto solo me formo opinión pero no escribo por no tener la autoridad necesaria mínima para hacerlo). Llegué a la conclusión de que el capitalismo actual, al menos en los últimos siglos, define a nuestra sociedad y su cultura como “occidental y cristiana” sin que nada demuestre la verdad del contenido de los dos conceptos y, por el contrario, con mucho que lo desmiente: occidental no es más que una definición geográfica, que encubre los intereses ideológicos a los que sirven; cristiana puesto que encubre maniobras políticas que pretenden separar la figura de su fundador, Jesús de Nazaret.
La verdad de esos relatos queda entonces ceñida al mensaje que se quiere divulgar. Parecido a lo que sucede con las parábolas. Modo de expresión de viejas culturas en las que se suele utilizar un lenguaje poético, consta expresamente tener sentido figurado y, del refinamiento de sus pensadores más inspirados. Aquí, sin embargo, es necesario investigarlo siempre.
Retomando la línea expositiva del Profesor José Mª Rivas Conde, profesor de la Universidad Politécnica de Madrid y de la Universidad Carlos III, ambas de Madrid (España). quien nos ofrece, en reflexiones sencillas, un análisis e interpretación de los relatos bíblicos, que facilitan mucho nuestra comprensión.
Entonces, la lógica más elemental obliga a tener a Adán y a Eva por personajes de una mera parábola literaria, como lo es toda alegoría. ¡Imposible entonces que sus actos redunden y tengan efectos reales en las personas vivas! La alegoría, aunque sea vehículo de una enseñanza religiosa o de una verdad de fe, y aunque recoja parabólicamente la realidad, no es la realidad misma; ni influye mágicamente en ella; sino sólo la retrata simbólicamente.
«La condición alegórica del Adán bíblico es por ello, el motivo más radical para afirmar que todos somos concebidos en apertura inicial a la Vida y a la confiada amistad con Dios. De lo contrario, él no sería alegoría acertada ni símbolo veraz del hombre. Si éste naciera ya de entrada en estado de enemistad con Dios por exigencia hereditaria, o cualquier otro motivo, ni se podría entender como un acto alegórico que puede tener secuelas en la realidad, ni sucedería en nosotros como la alegoría dice que sucedió en Adán.
Ella lo presenta poseedor de la apertura a la amistad con el Creador, desde el instante inicial de su modelación, hasta el momento en que él mismo pecó. Es el significado metafórico de la escena del Creador yendo, a la hora de la brisa, a pasear por el jardín que le había dado por morada al hombre; sin que éste se viera «desnudo» ante Él hasta después de violar el precepto divino. Ni tampoco tratara de esconderse entre los árboles al oír sus pasos, por miedo a encontrarse así con Él”. Dicha apertura, por tanto, ha de recibirla todo hombre al ser concebido, igual que recibe la condición humana y todo lo que esta conlleva. Sin que por ello pierda su carácter de don gratuito del amor de Dios, como no lo pierde el propio existir.
Todo hombre es creado por especial participación divina. La alegóricamente significada al afirmar a Adán, no sólo obra de la voluntad y palabra del Creador, como el resto de los seres; sino, además, de una intervención suya particularmente diseñada, deliberada y directa. Es lo expresado simbólicamente con el contexto propio y único en que se presenta la creación del hombre: lo de «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra»; lo de “moldearle directamente Él mismo del barro”; y lo de ser Él quien “insufla aliento de vida sólo al hombre”».
Los padres podrían sublimar el gozo profundo del nacimiento de un hijo, con la persuasión de tener en sus brazos una imagen viva y limpia del Creador. Imagen recién moldeada, y horneada al calor del inmenso cariño de Dios. Y del suyo propio, reflejo lejanísimo del divino.
Desde éste ángulo, por cierto, resuena con eco más dilatado el aviso de Jesús: “Fuerza es que vengan escándalos. Pero, ¡ay de aquél que indujere a pecado a uno de estos pequeñuelos que creen en mí! «Andaos vosotros con cuidado»”. Esos “vosotros”, no sobrará subrayarlo, eran sus propios discípulos.
Lo típico del hombre
De la concreta formulación en el Génesis del cliché literario del Creador alfarero, propio de culturas más lejanas que la de la Biblia, se deduce que el rasgo más peculiar del hombre, el que más típicamente le diferencia de los demás seres vivos de la tierra, está en su ser de “imagen viva de Dios”. Es deducción comúnmente aceptada. Dicho rasgo, que se considera fundamento de la superioridad y señorío del hombre sobre el resto de la creación, a los que él aparece destinado, es además raíz de su capacidad para relacionarse con el Creador como de persona a persona. De modo análogo, diría, a como en el Unigénito, el ser la imagen consustancial de Dios eternamente engendrada, no creada, no sólo le hace desde siempre Señor absoluto y primario de la creación entera; sino que también le brinda la capacidad infinita de relación interpersonal con el Padre, en diálogo eterno de Amor insondable.
Tal capacidad en nosotros es, obviamente, participación limitada de esa suya. Pero en su limitación, a la vez que consecuencia de nuestra condición de imágenes vivas de Dios, es su prueba más convincente en el ámbito de lo racional. Porque entre seres de naturaleza “específicamente” desemejante es imposible la comunicación interpersonal. La que, trascendiendo los automatismos, reporta la experiencia vivencial de sentirse en contacto o en relación con otro. La semejanza es lo que hace posible esa comunicación. Tanto la que se desarrolla en la cercanía de la comunión gozosa y de confiada espontaneidad; como la que lo hace en la acritud y el desabrimiento [[1]] del distanciamiento psicológico del temor y de la desconfianza en el otro.
El hombre, según su alegoría bíblica, es efectivamente el único ser de este mundo al que Dios se dirige y con el que conversa. Originariamente, según lo ya dicho, en clima de confianza distendida. Luego en la inquietud y temeroso retraimiento por parte del hombre, a partir de quebrantar éste la sumisión debida al Creador y desconfiar de su lealtad. Esta desconfianza es trasfondo de la propuesta mentirosa de la: “¡Qué vais a morir! ¡Lo que pasa es que Dios no quiere que lleguéis a ser como Él!”.
Quisiera destacar que dicha capacidad la muestra la alegoría como de relación no necesitada de la interposición de mediadores, que fácilmente resultan obstáculo para lo interpersonal. No es que excluya que pueda “conectarse” con Dios a través de los tales. Sino que ella no alude a esa cuestión.
Lo único que puede considerarse afirmado por ella es la capacidad de relación directa de Dios con el hombre y de éste con Él. Ésta parece por ello que debe tenerse por la más básica del ser humano, además de ser la más sólida y auténtica. Y ésta es la que nos testimonian en Jesús los evangelios, dejando constancia de su dedicación asidua a ella, en prolongados momentos explícitos que no entorpecían su quehacer diario, y a lo largo de éste, salpicado de sus frecuentes afloramientos.
Afirma el autor: Con “sólida y auténtica” quiero significar que no entraña, ni puede quedar fácilmente afectada por riesgo alguno de estereotipación alienante de lo interpersonal. Como lo es el de su transformación en vacío ritualismo, o en vejación y desdoro de la grandeza propia del hombre, para ofensa a la vez de la cercanía amorosa del Creador a él.
Por dejarle, máxime en los encuentros comunitarios con Dios, supeditado a otros hombres, los tenidos por mediadores, haciéndole dependiente de ellos. O dependiente de un particular idioma humano. O de formularios y expresiones fosilizadas. O de ritos mecanicistas y plegarias repetitivas. O de lugares, horas, posturas y gestos. O de atavíos especiales, que a alguno he oído comparar hasta con los de “brujos de las tribus”… Dependiente, en suma, de una “religión” determinada, de su liturgia y de su parafernalia, como si el hombre no pudiera relacionarse con su Creador en virtud simplemente de su propio ser “imagen suya”.
Esta capacidad es del todo inadmisible. Es imposible que el hombre deje de ser, ni transitoriamente, lo que es por creación. Tanto, como que haya algo o alguien capaz de vaciarle de lo que todos, incluso los no creyentes, entendemos por condición humana. Ni siquiera el pecado puede conseguirlo. En la alegoría lo desvela el diálogo del Creador con los simbólicos Adán y Eva, tras haberlo ellos cometido. En la vida real se palpa muy en particular, aunque no sólo, a la hora del reencuentro con Dios, de quienes previamente se han alejado de Él.
Puede con todo que ella resulte impedida o como asfixiada por la barahúnda del día a día. O como atrofiada por la profesión del ateísmo y del agnosticismo. Pero no de manera definitiva. Lo digo a partir del propio testimonio de quienes habiendo hecho alarde de ateo o agnóstico durante larga etapa de su vida, terminan a solas con Dios, dirigiéndose derechamente a Él en la seguridad de hablar a un ser vivo y personal, que le escucha y que le habla internamente. Aun sin ser católico, o ni siquiera cristiano.
Se acepte o no ese testimonio, lo patente es que la alegoría no da pie para conceder condicionamiento alguno en la capacidad de relacionarse directamente con el Creador. Salvo el de nuestra propia opción libre entre los dos modos indicados de vivirla, como consecuencia de nuestro decantarnos por la fidelidad a Dios, o por la insumisión a Él. La libertad de “Adán” y “Eva” para hacer esa opción a través de la de comer o no del “árbol de la ciencia del bien y del mal”, dibuja parabólicamente la del hombre real.
Ignoro si el señalado cliché literario afirmaba inicialmente el origen divino, de sólo el primer hombre. Pero sé que pervivió su simbolismo básico, y que éste fue luego fundamento o trasfondo de la explicación de lo que entonces se consideraba respuesta de Dios, a la conducta de los hombres y los pueblos. Sé también que la continuidad en el existir y en el hacerlo conforme al ser recibido, precisa (acabo de aludir a él) de un acto continuado y permanente de creación: el denominado “conservación”.
Pues bien, si el indicado cliché literario se conservara en nuestras culturas, todos nosotros podríamos representar y recordar el origen divino de nuestro existir diferenciado del de los demás vivientes (o sea: como “yo” relacionable personalmente con Dios) con un cuadro que recogiera el momento en que Él soplaba aliento de vida sobre nuestra figura respectiva, tras moldearla en barro. Digo “todos nosotros”, es decir, tanto los hombres reales, como también, si llegara el caso, los ahora sólo calificables de fantasías.
Sería una obra casi imposible de conseguir pictóricamente. Pero podría sustituirse con una copia del espléndido fresco de la creación de Adán, “el hombre”, en el techo de la Capilla Sixtina. Lo que se perdería en mimetismo detallista, seguro que se ganaría en belleza y en arte. Y puede que también en expresión de nuestra capacidad de relación personal con Dios.
Esta relación es el halo que parece emanar de la propia composición pictórica del fresco de Miguel Ángel. A mí no deja de sugerírmelo también el gesto de “las manos recíprocamente tendidas” entre el Creador y el hombre; la de éste desde abajo y la de Dios desde un “alto abajado”. Aunque según los expertos no es éste el simbolismo original y propio de la proximidad de las manos y, en particular, la de sus dedos índices, hasta casi tocarse.
Puede que contemplar a diario esa representación nos ayudara a recordar nuestro ser y subsistir por obra de Dios, y nuestro continuo depender de Él. Y a vivir todos en la acción de gracias, por sabernos obra permanente de su amor, destinada al diálogo y relación con Él en la amistad y confianza libre de todo temor. Por más que nosotros pervirtamos tal destino hasta el miedo, la desazón, la angustia…, a consecuencia de nuestro proceder independiente y engañosamente autosuficiente.
Puede también que dejáramos de considerarnos superiores a los demás en nada sustantivo, como si todos no estuviéramos y estemos siendo formados del mismo barro; y como si todos no fuéramos objeto de equivalente preferencia del Creador. ¡Cuántos fanatismos caerían por tierra, de vivir en la verdad de nuestra igualdad! ¡Cuántas intolerancias fundamentalistas hasta el desprecio, la persecución y la muerte de quienes no piensan igual! ¡Cuántos afanes por “inculturar” a la fuerza a los demás en las concepciones propias, como si uno fuera el “arriero” de la humanidad; y el resto, la reata de “mulos” que él debe acarrear!
Y puede que no toleráramos, en lo posible, ser sojuzgados por nadie. Ni que nos aviniéramos a rendir pleitesía a nadie que, al final de cuentas, no pasa de hombre igual a nosotros y que nosotros. Fuera lo que fuera y fuera quien fuese… ¡Incluso mismísimo Apóstol!
Nuestra única esclavitud, si así se le puede llamar a la coherencia con nuestra condición de imágenes vivas de Dios, es la de hacer el bien a los demás. El que ellos nos quieran aceptar. Sólo éste, supuesto que estén conscientes y ya hayan llegado al uso de la razón. A ejemplo de Jesús, que no vino a imponer nada, ni a vengar ninguna oposición; sino a liberar evangelizando, pregonando, dando testimonio de “Su” verdad, de suerte pudiera “escucharla quien fuera de ella y tuviera oídos para oír”.
Con el posesivo “su” no quiero afirmar pluralidad objetiva e intrínseca en la verdad; ni relativismo alguno. Sino significar o connotar, por un lado, la compatibilidad de su mensaje con la posibilidad subjetiva de rechazarlo, como de hecho hicieron muchos de sus oyentes. Y, por otro, el respeto del propio Jesús a la libertad de los mismos para hacerlo. ¡Sería fenomenal que siguiéramos de veras su ejemplo, cuantos afirmamos creer en Él…!
Nuestra muerte y la de Jesús
En el sentido propio de la palabra, «La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida».
Esta aseveración, que transcribo literalmente del Catecismo, explica el hecho de no escapar de la muerte ningún hombre, por más libre de pecado que se halle. De ello rueda, sin necesidad de empujarlo, que el morir no tiene de por sí ante Dios condición de castigo, y que no fluye de su propia entraña gozar de carácter punitivo, ni expiatorio, ni reparador del pecado. La muerte natural en sí misma, sólo es el final normal de toda vida terrenal.
El no tener la muerte natural carácter sancionador del pecado, es lo único que por lo demás encaja con la afirmada finalidad bíblica de la muerte cruenta de Jesús. La plenitud exhaustiva de tal sacrificio redentor, presentado en el Nuevo T. como el definitivo y el único de veras fecundo, excluye la necesidad de nuevas y adicionales expiaciones. Éstas, por lo además, no pasarían en nuestro caso, dada nuestra bajeza esencial respecto de Dios, de ofrendas hueras e ineficaces en sí mismas. Tan hueras e ineficaces como la muerte expiatoria de animales. Aún las que no anduvieren encima embadurnadas de inmundicia.
La necesidad de la inútil hecatombe sacrificial de la humanidad entera ―a lo mejor trillones de trillones de hombres― no se puede aceptar en razón de haber quedado “cortita” la Redención que se afirma obrada precisamente por el Unigénito de Dios. Tampoco a causa de una necedad imposible en quien creemos Sensatez infinita. No es nuestro Dios como ídolo feroz, insaciable de sangre humana para expiación baladí y huera de las ofensas recibidas.
¿Y cómo encajar el “cobro” en quien sabemos que incluso está pendiente de nuestro regreso, para salir corriendo Él mismo a nuestro encuentro al vernos llegar a lo lejos? ¿O es que lo está para mandar a sus criados a que nos den, antes de conducirnos a su presencia, una buena tunda en penitencia y pago por nuestro mal proceder? ¡Sería lo propio del dios legalista, justiciero y sádico que nos hemos inventado! Tan propio de “ese dios”, como negación blasfema del verdadero, cuyas entrañas de amor le fuerzan a salir corriendo a nuestro encuentro, para echársenos al cuello, cubrirnos a besos y ordenar a sus criados: “Vestidle con el mejor traje, ponedle sortija en su mano y calzarlo. Traed el novillo cebado y sacrificarlo. Comamos y hagamos fiesta, por este hijo mío que he recuperado”.
En realidad, El Padre no le envió al mundo a pagar nada. Lo mandó a ser el buen pastor que, marchando a la cabeza nos guiara con su andar y su verdad. A fin de que nosotros no quedáramos en tinieblas; sino que tuviéramos vida y que ésta fuera abundante. Jesús buscó de veras nuestro bien y «discurrió por todas partes» haciéndolo hasta exponer consumadamente su propia vida, por hacer frente a los lobos y por defendernos de los ladrones y salteadores, cuyo oficio es «robar y matar y destruir». Este amor suyo a nosotros es réplica, muestra y traslado del que nos tiene desde siempre el Padre que le envió.
«Puede que hoy Jesús no hubiera expresado su misión con la figura rural del buen pastor; sino con la del líder. Un líder que lucha y convoca a luchar con él, en pro de la libertad de los hombres de toda esclavitud y sojuzgamiento; en pro de su esperanza más radicalmente alborozante. Que lo hace marcando con su palabra y su conducta un camino y un estilo peculiar de oposición a lo opresor y para la ineludible confrontación con los opresores. Un líder que no se hace excepción entre los que de veras se implican en la liberación de los que viven oprimidos por los poderes constituidos o dominantes de facto. Sino que asume el final, más común, de muerte violenta de los que se involucran seriamente en la superación de opresiones y abusos, aunque sólo sean sectoriales. Recuérdense, por ejemplo en nuestros días, a Gandhi y Luther King. No pagaron nada con su muerte. No vivieron para saldar los pecados de los indios, ni los de los hombres de raza negra. Pero su lucha les costó la vida. En su área de acción respectiva fueron como pastor que da su vida por el rebaño».
¡Lástima que “múltiples tradiciones seculares” hayan amortiguado y casi ensordecido en la mayoría la convocatoria de Jesús! ¡Lástima que para muchos haya quedado reducida su misión, simplemente a la de un fundador de religión! Una religión montada sí, sobre dogmas verdaderos; pero que no todos son palabra escuchada desde el principio. Una religión encauzada con leyes, ritos y prácticas, que más de una vez carecen de subsistencia permanente; sino que son cambiantes, perecederos y corruptibles como la flor del heno.
Jesús no vino a condenar a nadie en este mundo, sino a salvar ya aquí. El fuego que Santiago y Juan le propusieron hacer bajar del cielo, no fue el de la condenación eterna; sino el de un rayo que en ese instante y ese momento barriera del mapa ―literalmente “consumiera”― a los samaritanos que no le habían acogido. ¡Y este es el fuego ajeno al espíritu y al actuar de Jesús!
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Amigos lectores, les he propuesto la lectura de las palabras del Profesor José Mª Rivas Conde, Profesor de la Universidad Politécnica de Madrid y de la Universidad Carlos III, ambas de Madrid (España), porque creo que tiene un modo de acercarnos a la historia del cristianismo y de la vida de Jesús de Nazaret, a partir de un lenguaje racional que intenta la traducción de la teologías a la mano, para colocarlas al alcance del ciudadano de a pie. Si he logrado acercar un poco de claridad me doy por satisfecho.
[1] Aspereza o brusquedad con que trata una persona a otra.
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