Un Juicio a la ironía
Por Juan Manuel de Prada
En su más reciente libro, Nadie se va a reír (Debate), Juan Soto Ivars nos ofrece una suerte de novela-reportaje en torno a las andanzas de Anónimo García, un agitador bohemio, cabecilla del grupo Homo Velamine, que llegaría a alcanzar cierta notoriedad, después de protagonizar diversas performances de intención satírica. Así hasta que se atrevió a denunciar el tratamiento sensacionalista que los medios de adoctrinamiento de masas dispensaron al “caso de La Manada”, ofertando un paródico tour turístico por los lugares que habían sido escenario de aquel sórdido episodio. Soto Ivars vuelve a probar en este libro su gallardía y arrojo, en una época que exige al escritor volverse eunuco y genuflexo, si desea evitar lo que ahora llaman “cancelación”.
Nadie se va a reír constituye, sobre todo, una corrosiva denuncia de una época enferma que condena por réprobas todas las voces que se atreven a burlarse de sus falsos dogmas. Y, en esencia, las expulsa a las tinieblas, condenándolas al desprestigio, a veces con sentencia judicial incluida, como le ocurrió a este Anónimo García, a quien Soto Ivars retrata como Una suerte de héroe incongruente y destartalado, un héroe a su pesar de eso que nuestra “denomina pomposamente “libertad de expresión’. Nosotros, que no creemos en tal libertad (ni en las que nuestra época ofrece, a modo de caramelitos envenenados), creemos sin embargo, que la condena sufrida por Anónimo García nos confronta brutalmente con un mundo irrespirable, atenazado por la corrección política y envilecido por los medios de cretinización de masas, en donde se niega la posibilidad del humor, de la ironía, de la paradoja, de todos esos primores de la inteligencia sin los cuales la vida se convierte en un infierno.
Anónimo García, al urdir aquel tour turístico paródico por las calles de Pamplona, quería satirizar el tratamiento mediático sensacionalista que estaba recibiendo el “caso de La Manada”. Se trataba, claramente, de una “censura jocosa’ (que así define el diccionario la sátira) de los medios de cretinización de masas, que estaban utilizando aquel sórdido episodio para engordar sus audiencias y envilecerlas al máximo; una censura que, en ningún caso, trataba de exaltar o trivializar lo ocurrido, ni mucho menos vejar o escarnecer a quien los tribunales reconocieron como víctima. Pero la magistrada que juzgó a Anónimo García resultó ser una persona genuflexa ante la corrección política que borró las fronteras entre realidad y ficción, considerando que su sátira era en realidad una —citamos literalmente un pasaje de la grimosa sentencia— «cosificación de la víctima del delito sexual, una instrumentalización y utilización de la misma y de su sufrimiento, despreciando la dignidad de la perjudicada». Parece mentira que personas que razonan de un modo tan pedestre puedan vestir toga.
No es la primera vez, sin embargo, que un tribunal evacua sentencias delirantes que condenan la sátira con argumentos peregrinos, ignorando que la sátira —Como, en general, todos los géneros humorísticos— hacen un uso figurado del lenguaje. Ya sabíamos que los medios de cretinización de masas (que, por supuesto, lincharon unánimemente al autor de una sátira que los escarnecía) son un olmo podrido al que no se pueden pedir peras. Pero a un juez, además de conocimiento de las leyes, debe exigírsele un mínimo conocimiento de los diversos registros y usos retóricos del lenguaje. Ciertamente, la sátira puede ser en manos de desaprensivos la coartada de las difamaciones y escarnios más aberrantes; pero un mundo en el que la sátira de intención nada aviesa (como era la que urdió Anónimo García) es criminalizada por los jueces infunde pavor. Decía Edgar Neville que el humor era la manera que tenían de entenderse entre sí las personas inteligentes. Se trata de una afirmación tan evidente como antipática; pero que los jueces sean reclutados entre personas carentes de inteligencia, o que dimitan de ella para ajustarse a las exigencias de la corrección política (o por miedo de infringirlas) nos confronta con un mundo demasiado parecido a un infierno totalitario.
En los infiernos totalitarios no se escriben sátiras, sino que las sátiras se hacen realidad, convirtiendo el mundo en un chiste siniestro. Cuando la tiranía de la corrección política empieza a perseguir la ironía es porque la realidad misma se ha convertido en una pesadilla muy seria. Una pesadilla en la que ya nadie se va a reír, como Soto Ivars se atreve a denunciar, antes de que lo metan en la cárcel. Allí nos encontraremos algún día; pues, como señalaba Thoreau, la cárcel es la única casa en la que un hombre justo Puede permanecer con honor, allá donde la injusticia se enseñorea de todo.
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