Después de la demagogia
Juan Manuel de Prada
Afirmaba Ortega que «la democracia exasperada y fuera de sí es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad»; y lo afirmaba a pesar de que la consideraba la única forma de gobierno legítimo. Pero hasta demócratas tan convencidos y apostólicos como Ortega presentían que la democracia estaba empezando a incubar malformaciones venenosas. Por utilizar el lenguaje político clásico, esas malformaciones afectan a su ‘legitimidad de origen’ y a su ‘legitimidad de ejercicio’. A las primeras nos hemos referido en otras ocasiones: la democracia ya no es una forma de gobierno que asegura la participación del pueblo en las instituciones, sino que se ha transformado en un fundamento de gobierno, en una suerte de religión antropoteísta donde se asume que el hombre es Dios. Esta religión antropoteísta asume que la aritmética de las mayorías establece lo que es bueno y lo que es malo, lo que es justo y lo que es injusto, convirtiendo cualquier anhelo o apetencia (casi siempre de bragueta, por lo demás) en ley. Y, como señalaba Malraux, esta voluntad de regular la vida humana sin discernimiento moral es lo que caracteriza al totalitarismo.
Pero estas malformaciones que atañen al ‘origen’ suelen ir indisolublemente ligadas a malformaciones en el ‘ejercicio’ que a nadie se le escapan. La democracia, a la postre, se funda en la seducción. El político que anhela gobernar debe seducir a los votantes para conseguir su voto. Y esta seducción, que sería legítima si utilizase los instrumentos de la retórica, se logra en la mayoría de los casos a través de la más burda demagogia: a veces, mediante la excitación de las más bajas pasiones y los sentimientos más innobles (sobre todo de la envidia y el resentimiento, que se presentan como virtudes cívicas); a veces, mediante promesas huecas y falsas. Aunque, por lo general, ambas modalidades de demagogia caminan juntas de la mano.
Para conquistar el poder, los partidos ‘ofertan’ soluciones mágicas que, al modo de la purga de Benito, erradicarán milagrosamente todos los problemas (sobre todo los problemas que afectan al bolsillo), instaurando una nueva tierra de Jauja o Paraíso en la Tierra. Y la gente ilusa (que, tristemente, es una inmensa mayoría) vota al demagogo que le ‘oferta’ esas soluciones mágicas; siempre que, además, se las ‘oferte’ en la jerga ideológica conveniente, pues la gente es ilusa, pero gusta de adscribirse a los negociados de izquierdas y de derechas (que se han convertido, en un mundo sin fe, en su única religión). Y, allá donde florece un demagogo, los otros partidos de inmediato incurren en la demagogia, prometiendo también soluciones mágicas, que son las que brindan votos. Así se establece una pugna en la ‘oferta’ de soluciones mágicas que redunda en mayor ‘inflación’; en un sentido figurado, pero también en un sentido real, como ahora mismo estamos viendo. Claro que, para combatir la inflación real, también los demagogos tienen soluciones mágicas, como sacarse del magín un impuesto a los ‘ricos’ (que, además, sirve para excitar las bajas pasiones de la envidia y el resentimiento).
Y esta rueda de la demagogia es muy difícil de detener. Pues ya no es admisible proponer medidas ‘impopulares’ (aunque estén justificadas, aunque sean perentoriamente necesarias), porque espantan el voto. Y todo candidato con pretensiones de alcanzar el poder ocultará la cruda verdad de las cosas, en su afán por exceder a sus contrincantes en la ‘oferta’ de soluciones mágicas. ¿Hay algún medio de detener esta rueda de la demagogia? Tan sólo apelar a la capacidad de discernimiento de las personas que aún no han sido cretinizadas por el napalm de la propaganda; de las personas que aún no han hecho de la adscripción a los negociados de izquierdas y derechas una religión; de las personas, en fin, que aún tienen capacidad de discernimiento y buena voluntad. No se nos escapa que estas personas son, a estas alturas de la degeneración democrática, una minoría; y, a medida que pase el tiempo, serán una minoría cada vez más exigua y más despreciada. Pero llegará el momento en el que la demagogia, en mezcla explosiva con la democracia entendida como religión antropoteísta, dejará a millones de ilusos en la cuneta (hombres expoliados sin más arraigo ni posesión que su aplicación de Tinder, mujeres con el vientre convertido en un campo de exterminio, jóvenes amargados que han extraviado el género); y esa multitud arrojada a la cuneta acabará aceptando que aquella ‘oferta’ de soluciones mágicas era una repugnante engañifa. La minoría exigua y despreciada tendrá entonces la misión de salvar a esas gentes convertidas en guiñapos por una religión antropoteísta que les ‘ofertaba’ soluciones mágicas.
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