Para combatir seriamente la prostitución hay que abolir sus causas – Por Juan Manuel de Prada

Abolir la prostitución
Por Juan Manuel de Prada

Recientemente, tuve ocasión de conversar con la abogada Paula Fraga sobre la ‘abolición’ de la prostitución. Como otras feministas que se han revuelto contra la devastación antropológica (y profundamente misógina) que impulsan las leyes de ‘identidad de género’, Paula Fraga me merece una admiración y un respeto casi reverenciales. Son personas que hasta hace cuatro días gozaban del aplauso sistémico, que podrían haber mantenido (e incrementado) con tan sólo transigir con toda la bazofia del transgenerismo que postula la izquierda caniche al servicio de la plutocracia. Podrían seguir disfrutando de subvenciones a porrillo y del agasajo de todos los loritos sistémicos; y en cambio decidieron elegir un camino sembrado de abrojos, donde la estigmatización y el desprecio las asaltan en cada recodo, donde cotidianamente son insultadas y calumniadas por los lacayuelos del neoliberalismo woke. Estas mujeres como Paula Fraga, llamadas despectivamente terfas por la chusma sistémica, son las piedras gritonas del Evangelio (Lc 19, 40), que alzan la voz cuando otros, mucho más obligados a pronunciarse sobre la devastación antropológica que estamos padeciendo y sobre el sacrificio de tantos niños y jóvenes inmolados en los altares de una ideología mengeliana, callan ignominiosamente.

Paula Fraga considera que la prostitución es una indignidad y una violencia que degrada a las mujeres, en lo que estoy completamente de acuerdo (sólo añadiría que también es una indignidad y una violencia que degrada a los hombres). Pero la ‘abolición’ de la prostitución me parece un ejemplo paradigmático de lo que Vázquez de Mella llamaba «poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias». Los hombres –como las mujeres– están tocados por el pecado original; quiero decir que no son ángeles, que no son seres puros, ni siquiera cuando la gracia los bendice. Pero, tristemente, no vivimos en una civilización que celebre y fomente la acción de la gracia. Vivimos en una ‘macrofiesta’ del pecado original, que celebra, estimula y patrocina todas las perversidades que nutren de clientes la prostitución: la exacerbación de los placeres sensuales, el desprestigio y ridiculización de los compromisos fuertes, la relajación de todos los frenos morales, la infestación pornográfica, la disolución de los vínculos, la promiscuidad desligada de los afectos, etcétera. En una ‘macrofiesta’ del pecado original de tal magnitud, la ‘abolición’ de la prostitución sólo servirá para generar más violencias contra las mujeres. Pues, para esos hombres pervertidos por todas las lacras que acabamos de mencionar, las mujeres han dejado de ser una auténtica patria, una tierra que se cultiva y se cuida, para convertirse en una triste colonia, una tierra que se pisotea y expolia, para después ser abandonada. Y, privados de esas mujeres prostituidas que sirven para aplacar sus instintos ‘coloniales’, esos hombres sin patria causarán mayores estragos.

Para combatir seriamente la prostitución hay que empezar por cerrar esa ‘macrofiesta’ del pecado original, recuperando los frenos morales, prohibiendo el acceso a la pornografía, favoreciendo los vínculos solidarios y los compromisos fuertes, fomentando los afectos pacientes y comprensivos (que son los únicos que estructuran una vida sexual sana), etcétera. Una vez librado este combate, podrá decirse que se han combatido seriamente las causas de la prostitución; y esta lacra se verá muy reducida y hostigada. Sin embargo, el pecado original seguirá estando presente en nuestra naturaleza. Ya no podrá celebrar las ‘macrofiestas’ con que le obsequia nuestra época pútrida, pero seguirá revolviéndose como una sabandija en el alma humana. Y, en el alma masculina, seguirá en particular azuzando los apetitos sexuales, seguirá incitándola con promesas lascivas, seguirá invitándola a ver en una mujer un recipiente venéreo. Y, para no acudir a la prostitución (o a cualquier otro remedio torpe y desordenado de su concupiscencia), esos hombres tendrán que «vencerse a sí mismos», como decía San Ignacio, que es el mayor y más hermoso triunfo que uno pueda llevar a cabo en su vida. Pero para ‘vencerse a sí mismos’, para negar sus impulsos, para doblegar y rendir sus apetitos, los hombres necesitarán algo más que ‘aboliciones’ o leyes disuasorias; necesitarán una civilización que celebre y fomente la acción de la gracia. Pues sólo en una civilización así –exactamente la contraria de la que rige en nuestra época pútrida– los hombres verán en la mujer un ser querido en donde tiembla el ser sagrado. Y, viéndolo temblar, se declararán vencidos por su grandeza; y lograrán, por fin, vencerse a sí mismos, aunque no sean ángeles. Pero empezar la casa por el tejado sólo traerá más dolor y más violencia.

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