El conflicto entre el humanismo cristiano y la razón moderna. Parte III – Por Ricardo Vicente López

Por Ricardo Vicente López

Creo que ahora estamos en condiciones de abordar la pregunta del título. Previamente quiero dejar afirmado, una vez más, que no debemos olvidar que no estamos hablando de la ciencia sin más, sino de la ciencia moderna, la ciencia que se ha impuesto en este último siglo y medio, tributaria del positivismo y de la matematización a que la obligara el racionalismo y el empirismo, una ciencia reducida al dato y a su cuantificación. Por lo tanto, la respuesta no debe perder de vista esta condición (¿esta imposición?) y convertirla en uno de los elementos del problema, no eludirla. En ese caso nos encontraríamos en el pantano en el que se debate hoy toda esta cuestión.

Porque lo que está subsistiendo en este planteo, lo que está por debajo, es que “esta ciencia” subordina el saber a las condiciones que el método impone, pero el método se presenta en su condición inocente y neutra de simple herramienta, cuando en realidad está subordinando todo resultado a su dictadura. Todo el saber de la Modernidad ha pagado duramente este condicionamiento, a partir del cogito cartesiano. El padre Domingo Renaudière de Paulis (1924-2004) [[1]] ha afirmado ya hace muchos años que la filosofía, y con ella toda la ciencia que en ella se sustenta, ha errado sin horizonte en la búsqueda de un saber sobre el hombre al violar su condición esencial:

«¿Cuál es la violación esencial? ¿Cuál es esa errabundez alucinada? Toda la filosofía moderna, hasta nuestros días, desde el cartesianismo hasta nosotros deambula errante, a pesar de su interior y extraña persuasión de rigurosidad, que culmina en la husserliana idea de la “filosofía como ciencia estricta”. ¿Dónde vemos nosotros la esencial violación del filosofar moderno? Sin más, en la prioridad absoluta del método sobre el filosofar mismo. El método, como lo que antecede a la evidencia y posesión cierta de los principios, será, en la idea moderna de la filosofía, el camino previo hacia la evidencia, que finalmente se funda en la duda, o en el principio de la dubitabilidad absoluta puesto por la voluntad del sujeto cognoscente».

La belleza del decir del padre de Paulis debe permitirnos profundizar el sentido que nos señala con su crítica. El subordinar los principios al método es un elemento más que se agrega a los ya citados anteriormente. Si el método es la “fuente de toda razón y justicia”; éste lo exalta como el fundamento de todo saber. Pero se presenta aquí la paradoja de que este método está sostenido por la duda que introduce, duda cartesiana que se va a esparcir y va contaminar todo lo que toque. Es esta misma duda la que convierte todo conocimiento en frágil y volátil.

Si esto es valedero para las conclusiones, que son siempre provisionales, ¿no lo es también para los principios que deben ser sostenidos por otro modo del pensar: la filosofía y la teología. Esto es especialmente cierto en el ámbito del conocer sobre el hombre, terreno en el que lo humano, en su carácter de persona, no puede ser reducido al método y a sus rigideces. Lo humano, en tanto persona, exhibe la particularidad de no ser reductible a una universalización abstracta que niegue la peculiaridad de lo único e irrepetible, del misterio que encierra. Y esto es válido para las personas individuales como para las colectivas, los pueblos y sus culturas. De allí las limitaciones de la ciencia moderna para dar una respuesta exhaustiva sobre lo humano.

Todo el conocimiento que la ciencia moderna aporte, en el terreno de las ciencias sociales, como formas que adopta para este ámbito específico, son muy útiles, en tanto lo tomemos como información para ser procesada desde una filosofía que sustente la defensa de lo humano, como la manera peculiar de una existencia que no se deja subordinar a las exigencias metodológicas. Por ello, esa misma información deberá ser revisada y cribada de los elementos espurios que contenga por el modo de su recolección. La ciencia social tiene una tarea importantísima en la búsqueda de la verdad sobre el hombre, pero deberá aceptar convertirse en instrumento de una investigación pensada en otro nivel de la reflexión. No deberá pretender portar una verdad que se desprende de su propio saber, sino subordinarse a los dictados de una filosofía que la contenga, explicitada y fundamentada en ella.

El riesgo que se corre, y estos siglos en Occidente, lo está mostrando claramente: es que no se estudian las formas de un modo de ser de lo social, se somete el ser de lo social a una cantidad de pre-juicios que impone una cultura globalizada y su filosofía. Por ejemplo:

«El capitalismo occidental es el estadio superior que ha alcanzado la humanidad en su largo peregrinar y, en su modo mercantil liberal, es una meta que no presenta alternativas de superación».

Esto, afirmado  explícita o implícitamente, sostiene gran parte del andamiaje de las ciencias sociales hoy. Debemos ubicar allí la impotencia de estas ciencias para responder sobre las angustias existenciales, que han dejado de ser un problema de la persona para convertirse en un elemento estructural de nuestra cultura. El avance de un modo de vivir sin esperanzas, de una sociedad que se desentiende de la exclusión que genera, de una manera de proyectarse hacia un futuro en el que no tienen cabida casi las dos terceras partes de la población del planeta; ante lo cual la ciencia social no abre la boca, como no sea para describir lo que sucede.

Esto es un síntoma claro de la crisis de un pensamiento que, en tanto aferrado a los meros hechos, es miope para ver los procesos sociales dentro de sus marcos históricos; sólo relativiza la verdad del “aquí y ahora” y no se proyecta hacia la posibilidad de pensar un mañana diferente.

La condición fundante de la ciencia social, que propone la cultura burguesa, de pretender preguntar por la predictibilidad de los mecanismos sociales ha sido abandonada. Lo fue porque esa predictibilidad ha sido lograda. La imposición de una estructuración internacional, como lo es la globalización, ha convertido el futuro en una repetición aburrida del hoy, ya no hay novedad, no hay mañana diferente, porque el ordenamiento internacional del poder, el nuevo orden mundial se ha logrado… (¿hasta cuándo?) Quinientos años de avance de la colonización han coronado en esta mundialización, que comenzó con el descubrimiento de América y culminó con la caída del Muro de Berlín.

Los noventa en adelante son el premio a los esfuerzos realizados durante tanto tiempo. En tanto la ciencia social no se desligue de la filosofía positivista, que avala los hechos en su calidad de tal, para convertir la realidad social en un “fenómeno natural”, viable de ser estudiada desde esa definición no asumida: ello le impide avanzar en este terreno. Si lo social es reductible a lo natural lo ético no tiene cabida, no se puede ni se debe hablar de lo que “debería ser”, sólo es aceptable lo que es y, en tanto tal, debe ser estudiado: la sociedad capitalista, con su rostro “salvaje”, es la consecuencia de las supuestas leyes naturales que regularían su funcionamiento. Pretender que sea de otro modo es acusado de puro idealismo, o romanticismo trasnochado, o utopismo propio de décadas pasadas; todo ello nada tiene que ver con la “ciencia”.

El pensamiento cristiano se ha ido recluyendo, “culpable” de sostener posiciones éticas, y no ha sabido salir a dar las batallas necesarias, exhibiendo su bagaje de sabiduría milenaria ante la pobreza de estos modos del conocimiento. Ha aceptado reglas que no les son propias y que desvirtúan el planteamiento del problema. Colocado en el terreno del pensar “científico” ha subordinado sus saberes a la metodología que se le ha impuesto. No ha sido capaz de levantar la bandera que el padre de Paulis nos muestra; presa de un complejo de inferioridad, ha preferido recluirse en las iglesias a salir a combatir en campo abierto.

No ha sabido defender la certeza de ser portador de verdades sobre el hombre que ninguna “verdad científica” puede rebatir. Por ello es muy poco frecuente ver, oír o leer, que se sale a combatir esgrimiendo estas armas, que han pasado por la prueba de más de cinco mil años de uso, sin mellas ni roturas. El combate se libra desde los púlpitos, muchas veces con un lenguaje incomprensible. Por el contrario, es habitual que cristianos sostengan afirmaciones que se fundamentan en una filosofía que se opone a la milenaria sabiduría. Por todo ello puede entenderse, entonces, que las pseudo-sabidurías ocupen el lugar que le corresponde, por abandono de sus responsabilidades; responsabilidades mucho mayores hoy ante este comienzo de este siglo XXI.

Se me podrá criticar diciendo que la sabiduría es un tipo de conocimiento de otro orden, no comparable al de las ciencias. Que la sabiduría contiene una carga de fe muy importante, en tanto verdad no verificada. Correcto. Pero ¿qué significa verificar (hacer verdad)? ¿sólo someter al proceso que el método impone?; ¿no hay verificación en contenidos que han resistido la dura prueba del desgaste del tiempo milenario? ¿no puede elevarse a método la prueba de confrontación con el pensar de la sabiduría popular?

Estamos, entonces, en condiciones de discutir que el método de la ciencia moderna es nada más que uno de los métodos a usar, que éste tiene importancia en la extracción de datos para algún nivel de la realidad, pero que no puede imponerse, con pretensiones imperiales, como el único. Además la sabiduría es una de las fuentes más importantes del saber sobre el hombre, perfectamente compatible y confrontable con los contenidos de las ciencias sociales. Solamente Occidente ha colocado estos saberes en orillas enfrentadas y excluyentes, con las consecuencias que estamos tratando.

Nos queda el tema de la fe que también para Occidente ha resultado ser excluyente del conocimiento científico. Esto debe ser atribuido a las particularidades de una cultura que se construyó, de modo adolescente, enfrentada a la sabiduría de sus mayores. Necesitó demoler y ocultar, o distorsionar, el pasado medieval para elevarse sobre sus ruinas. También es necesario cargar parte de las culpas a una iglesia, que no supo comprender el paso del tiempo e hipotecó el contenido de su verdad en una lucha política en defensa de una nobleza corrupta y caduca, además de poco cristiana.

Pero podemos ver, desde una óptica más comprometida con la sabiduría milenaria y menos con los condicionamientos políticos, siempre circunstanciales, que toda la historia del pensamiento humano ha estado asentada sobre verdades metafísicas [[2]] sin las cuales nada hubiera sido posible: toda metafísica tiene un trasfondo teológico que la sostiene, y que no ha podido ni puede ser de otro modo.

La miopía de la filosofía positivista ha pretendido ocultar esta verdad contrabandeando metafísica con ropaje de ciencia. La Modernidad europea nunca abandonó la fe, la corrió de lugar, la destronó de su verticalidad y la instauró en su horizontalidad humana; o colocó en las alturas del cielo a la Diosa Razón en el lugar de un Dios Creador. Nieta del abuelo Descartes, quien introdujo la duda a condición de aferrarse a la certeza de la Razón, duda sí pero con la garantía de una fe inconmovible en la Razón, cambio de una fe por otra; hija del padre Hegel quien sustituyó a Dios por sí mismo en su coronación como Espíritu Absoluto, poseedor del saber total, mantuvo la fe en la Razón y la elevó especulativamente al trono celestial. Pero siempre fe al fin.

Toda la racionalidad en la que se apoyó la construcción del andamiaje científico estaba cimentada en esa fe indestructible. Hasta que apareció un hijo descarriado que osó dudar de esa historia, de esa fe, de esa metafísica, y puso al desnudo el sostén de esas certezas, el imposible Nietzsche, a partir de él ya no hubo certezas inconmovibles: sepultó veinticuatro siglos y abrió camino al escepticismo que hoy se enseñorea en Europa.

[1] Fue un sacerdote católico, teólogo y escritor argentino que participó en la Guerra de las Malvinas.

[2] Según Aristóteles: «lo que está más allá de la física»

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