Por Marcelo Ramírez
El encuentro del G7 ha avanzado significativamente hacia el desastre con la aprobación de una nueva propuesta que consiste en entregarle a Zelensky aviones F 16 estadounidenses.
Los F 16 son aviones de cuarta generación que EE. UU. fabrica hace décadas y vende a sus aliados. Estos aparatos son costosos y significan un salto en las capacidades de Kiev para atacar a Rusia.
Resulta extraño que esta opción, varias veces desechada por EE. UU., ahora se presente como una alternativa para cambiar el curso de la guerra. Luego del papel de marcar un antes y un después de los Javelin, de los Switch Blade, de los Himars y de los tanques Leopard II, le llega finalmente el turno a los F16, último escalón antes de los F35.
Los F16 requieren largos entrenamientos para los pilotos seleccionados, lo que significa tiempo, recursos y sobre todo, el preaviso a los rusos. Los especialistas en materia militar advierten que en realidad estos aparatos serán presa fácil de los avanzados sistemas antiaéreos rusos, entre ellos los S400, que los pueden “ver” y derribar antes de que los mismos puedan actuar.
No solamente eso, el diseño de los F16 está pensado para un teatro de operaciones donde se cuenten con bases de operaciones adecuadas, con pistas en condiciones y cadenas logísticas de mantenimiento. Ucrania carece de esas infraestructuras que han sido pulverizadas por Rusia hace años.
Las posibilidades se reducen a que operen desde bases polacas o de países vecinos, lo que significaría una situación altamente riesgosa y que Moscú ha advertido seriamente. Putin está siendo empujado al límite con armas de mayor ataque y peligrosidad que se producen fuera del área de conflicto. Hasta el momento Rusia se ha limitado a crear un sistema de destrucción de equipos y hombres que se enfrenten con ella.
Las acciones rusas consisten en invitar a las fuerzas ucranianas al combate en situaciones complejas, urgidas por la necesidad de presentar buenas noticias de acuerdo a las necesidades de la propaganda occidental.
La caída de Bajmut, Artemovsk para los rusos, ha agudizado la situación. Luego de meses de propaganda en la cual los propios ucranianos señalaron la importancia estratégica de esa ciudad y de enviar irreflexivamente armas y hombres autoimponiéndose a la imposible tarea de resistir a los músicos de Wagner, la derrota inminente hizo más explícita la cuestión.
Finalmente, sucedió lo esperable, pero no por ello menos aceptable para los líderes occidentales.
La única respuesta posible sería la negociación aceptando no solamente los territorios conquistados por Rusia, sino poniendo sobre la mesa los requisitos planteados por Putin, el retroceso a las fronteras de la OTAN anteriores a 1997.
Parecía inconcebible que Putin exigiera la neutralidad de Europa Oriental como su zona de seguridad innegociable hace poco más de un año, no obstante, hoy vemos que eso no solo es exigible, sino que el reclamo es mucho mayor y contempla una redefinición de las bases de poder mundial.
Rusia, junto con China, exigen que su importancia se refleje en organizaciones internacionales que sean equitativas y ya no dependientes del humor atlantista.
Ante esta realidad, en Occidente se abren dos posiciones básicas, la de desescalar buscando un proceso de paz y la de una escalada que llegue a un enfrentamiento nuclear, al menos en Europa.
La visita de Zelensky al Vaticano terminó por plasmar esas diferencias, con una actitud visiblemente descortés con el Papa Francisco. El desaire indigno de un líder mundial de la importancia que se le asigna es llamativo.
Aun si no se consideran las propuestas de paz del Papa, la cortesía diplomática indica que se aceptará formalmente la posibilidad de una negociación, aunque no haya intención alguna de que ello suceda. No solamente no sucedió, sino que taxativa e innecesariamente Zelensky, desairó al líder de la fe mayoritaria en el mundo, que es la católica. Resulta asimismo bastante extraño que el Vaticano no haya previsto y consensuado algunos pasos mínimos con la delegación ucraniana.
La propia vestimenta, las declaraciones mencionadas y la simbología que incluye la gestualidad, del actor comediante devenido a líder del mundo libre, son difíciles de justificar.
Las razones del comportamiento pueden permanecer en el campo de las dudas, pero es bastante notorio que existe una división cada vez más marcada en el frente occidental. Los EE. UU. tienen a su alrededor un círculo de aliados-subalternos estrechos que han gozado de apoyos económicos que los han dotado de un estándar de vida para sus sociedades mejores que el resto, que siguen a pies juntillas las órdenes de Washington.
Ese círculo sigue relativamente firme, aunque con algunas fisuras propias de los pésimos resultados de la actual estrategia.
Otra esfera de naciones, otrora ligada del mundo anglosajón, ahora comienza a despegarse y tomar aires de independencia. Arabia Saudí, base del sustento del petrodólar, ha hecho caso omiso a los pedidos occidentales y se ha movido con llamativa independencia.
India, a quien la consideraban aliada potencial del AUKUS, ha dado sobradas muestras de independencia, lo mismo con las naciones de la ASEAN en su mayoría.
Las malas noticias no cesan para Occidente, Erdoğan, que se ha transformado en una pesadilla para sus ex aliados, era presentado como un mandatario cuyo poder se terminaba luego de las elecciones. Las encuestas, una vez más, le decían a Occidente lo que quería oír y aseguraban que el líder turco perdería las elecciones por 10 puntos.
La primera vuelta lo dejó a medio punto de la victoria absoluta, las esperanzas occidentales se desvanecen. Tanto, que hay rumores de una nueva primavera, esta vez turca, para tratar de desalojarlo del poder.
Si en su momento el golpe de la CIA con el clérigo Guillen no prosperó, esta tiene muchas menos posibilidades. No solamente porque Erdoğan ya ha hecho una limpieza de elementos golpistas, sino también porque el entorno geopolítico es otro. El poder atlantista se diluye y el eje sino-ruso consolida su poder.
¿Cómo cambiar la ecuación? El declive occidental se venía dando en materias civiles, pero ahora se suma la cuestión militar. No solo cae Bajmut, también vemos que si bien los F16 aún son una promesa y los tanques occidentales llegan en cuentagotas y con modelos de segundo nivel, no sucede lo mismo con los sistemas antiaéreos.
Cada nación occidental ha enviado lo mejor con que cuenta y nada hace mella en el arsenal ruso. Los viejos sistemas soviéticos se rebelan más eficientes que los últimos, y espantosamente costosos, occidentales.
EE. UU. ha jugado lo más fuerte que puede, enviando los NASAMS (Norwegian Advanced Surface to Air Missile System), Sistema de Misiles Superficie-Aire Avanzado Noruego, publicitados como los que protegen a Washington y la Casa Blanca.
Han tenido la misma suerte que los mega publicitados Patriot PAC-3, el último grito de la moda defensiva antiaérea de EE. UU.
En el primer cruce conocido con los sistemas rusos, Ucrania perdió el primer complejo. No podemos aún asegurar si, total o parcialmente, habida cuenta de que son varios módulos. 30 disparos a razón de 5 millones de dólares la unidad en minutos han dejado patente que es imposible sostener ese costo.
Si a eso le sumamos que ninguno consiguió su objetivo de destruir al misil hipersónico Kinzhal, y que en el proceso fueron destruidos varios módulos lanzadores, radares y tal vez el de control central, la broma le salió cara a Occidente.
Hay un segundo sistema que Rusia intenta encontrar para destruir y terminar con la aventura Patriot ucraniana.
Si bien el golpe al bolsillo ha sido más que considerable, el problema mayor es el golpe al prestigio. Lo más granado de la tecnología estadounidense ha sido derrotado sin esfuerzo por Rusia con apenas una operación que combinó varias acciones.
El prestigio de EE. UU., ha quedado por el suelo y ha confirmado lo que ya sabíamos, los sistemas Patriot no son eficientes, los saudíes saben de eso cómo averiguaron en su enfrentamiento con los yemeníes.
¿Se puede confiar la defensa en unos EE. UU. que están siendo sistemáticamente aplastados por Rusia en Ucrania? ¿Tiene sentido gastar miles de millones en sistemas inferiores largamente a los más económicos rusos?
Estas dudas crecen y quiebran la confianza, y golpean a la industria militar, dicho sea de paso, en su credibilidad. Los británicos intentan ayudar con sus Shadow Storm, misiles furtivos que prometían sacudir a Rusia y que a los tres días de anunciados en operaciones comenzaron a ser derribados.
Lo mismo que los Himars, parece que la guerra electrónica rusa no era únicamente propaganda y es muy eficiente, confundiendo los blancos, generando falsos misiles, cambiando coordenadas y con un sinnúmero de acciones que todas concluyen con un fin, inutilizar los costosos sistemas occidentales.
Uranio empobrecido que ya ha contaminado tierras que Rusia considera propias, misiles de largo alcance, cazas de cuarta generación, Occidente avanza paso a paso, la escalada no se detiene y nada resulta. La guerra militar, como la económica, parece tener la suerte sellada, solo parece que un golpe de timón decidido puede cambiar el rumbo que es la derrota de Occidente.
Ese es precisamente el debate en el atlantismo, al menos donde se toman las decisiones. ¿Escalar a una guerra nuclear o resignar a que el mundo será multipolar y renegociar las condiciones? Esto no es más que una rendición que deberá ser presentada como una victoria, pero que no es creíble.
No hay alternativas, los caminos se cierran y todos conducen a una de las dos posibilidades. Las sociedades occidentales, ausentes e intoxicadas por la propaganda, deben reaccionar mientras haya tiempo. Y eso no es mucho.
El juego se acelera, a Rusia se la ve cada vez más sólida y Occidente se divide entre negociadores y suicidas.
De la disputa interna occidental saldrá el resultado final, y sabremos si habrá guerra o no. En realidad no los sabremos, se dará, si la hay en apenas unas horas. Cuando tomemos consciencia, es probable que todo ya haya terminado y solo sabremos quién será el ganador, si es que hay uno.
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