Cuando se lanzó el MeToo desde una gala en Hollywood, en octubre de 2017, le escuché decir a una militante feminista supuestamente moderada que en esta oleada se cometerían injusticias pero que valía la pena por los resultados que tendría este movimiento…
Creo sinceramente que no era consciente de la enormidad que estaba diciendo, algo equivalente a sostener que el fin justifica los medios. O a decir que a las feministas no les importarían las víctimas colaterales en su guerra contra los varones. Pasaba por encima además de la fórmula de Blackstone -un pilar del derecho- que dice que es mejor que haya diez personas culpables libres a que se condene a un inocente.
En concreto, se trata del bien conocido principio de inocencia, pisoteado una y otra vez por la perspectiva -deformante- de género.
Aunque Johnny Depp deba pagar 2 millones por difamación, quedó claro que no fue un abusador ni un golpeador de su esposa, que allí hubo violencia doméstica pero más posiblemente originada en la conducta de Amber Heard que en la de él; algo que no cabía hasta ahora como posibilidad según el dogma del feminismo guerrero. El “yo te creo, hermana” no funcionó en este caso.
No funcionó la lógica binaria que busca instalar el feminismo actual: la mujer es buena, el varón, malo. La mujer es siempre la víctima. La mujer no miente. Todos los varones son violadores en potencia.
Es un feminismo andrófobo que fomenta una grieta contraria a la naturaleza.
En el torrente de denuncias que abrió el MeToo, Sandra Müller, periodista francesa residente en EEUU, lanzó la versión francesa (y grosera) con el hashtag #Balancetonporc (denunciá a tu puerco), y de inmediato dio el ejemplo con un tuit en el que evocaba una situación que en el pasado le había provocado “vergüenza, negación, deseo de olvidar” y hasta una “ausencia espacio-temporal” que le impidió “verbalizar” lo ocurrido durante años.
Este tremendo trauma se originaba en que Eric Brion, director de un canal de televisión, le dijo en una fiesta: “Tienes grandes pechos, eres mi tipo de mujer, te voy a hacer gozar toda la noche”. Eso fue todo. Ella lo rechazó y él se quedó en el molde. El sujeto en cuestión no era su jefe, no había entre ellos una relación laboral de jefe a empleada. El contexto era una fiesta en la que ambos habían bebido. La situación que le provocó una “ausencia espacio-temporal” y un trauma por varios años, consistió en un comentario fuera de lugar, desubicado, grosero incluso… Ah, y falta aclarar que, al día siguiente, evaporados los vahos del alcohol, Brion se disculpó con la mujer en un mensaje de texto. Pero para la policía feminista ni una vulgaridad puede prescribir.
Por el tuit envenenado de Sandra Müller, Eric Brion perdió su empleo, su matrimonio y su buen nombre. Llevó a la denunciante a la justicia y ganó en primera instancia pero perdió el juicio tras la apelación de Sandra Muller. La perspectiva de género metió la cola y no se hizo justicia.
Traigo a colación este caso porque resume todo el clima que generó el MeToo: la arbitrariedad, la denuncia sin fundamento, la condena mediática, la cancelación, la “ejecución” social sumaria del acusado, etcétera. Y, tanto o más grave, la banalización del abuso, con la equiparación de una actitud fuera de lugar, un momento desagradable, con un crimen. En el camino, se invirtió la carga de la prueba y todo varón señalado pasó a ser culpable hasta que pudiese demostrar lo contrario. Misión casi imposible por otra parte. Esa será la gran contribución de Johnny Depp, que soportó un juicio en el cual se ventilaron intimidades y recibió acusaciones de todo calibre, pero gracias al cual logró finalmente demostrar su inocencia y dejar sentado un precedente fundamental.
El MeToo desató una fiebre denunciante, inquisitorial, constantes epifanías sobre abusos pasados y señalamientos mediáticos que equivalían a sentencia. La sola denuncia bastó para condenar al ostracismo social al señalado.
Cabe esperar entonces que, así como los excesos del MeToo se contagiaron a otros países, también lo haga el sentido común que inspiró el fallo del caso Depp-Heard. Y que las feministas guerreras pongan las barbas (perdón) en remojo.
“Estoy aún más decepcionada por lo que este veredicto significa para otras mujeres -dijo una compungida Amber Heard, en reacción a la sentencia que la obliga a un resarcimiento de 13 millones de dólares por el daño al honor de su ex marido-. Es un retroceso… Hace retroceder la idea de que la violencia contra las mujeres debe ser tomada en serio”.
No es así. Lo que realmente afecta a la causa de las mujeres es la instalación de un clima de odio, desconfianza y recelo hacia el sexo opuesto. El movimiento de liberación femenina de los años 60 y 70 rechazaba firmemente la acusación de ser una corriente anti-masculina. En cambio hoy muchas exponentes del feminismo alardean de heterofobia. Bailan al son de “El violador eres tú” y publican libros titulados Hombres, los odio (sic).
El fallo Depp-Heard será positivo para las mujeres, para la gran mayoría de mujeres que no nos sentimos representadas por un feminismo para el cual toda la historia de la humanidad se reduce a la explotación de las mujeres por los varones, que promueve el apartheid sexual, que postula que una mujer sólo puede estar representada por otra mujer, que el matrimonio heterosexual es un peligro, que el sexo opuesto no es nuestro complemento sino un antagonista absoluto y que en todo varón se esconde un depredador de la mujer.
Esperemos que, en adelante y gracias al fallo del caso Depp-Heard, las denuncias se basen en hechos ciertos y no se amparen en la burbuja ideológica creada por un feminismo cuyo único propósito es acorralar al elemento masculino.
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