Elogio del pucherazo
Por Juan Manuel de Prada
Así tituló Wenceslao Fernández Flórez una velada humorística albergada por la Casa de Galicia en Madrid, allá por mayo de 1920. Ahora, con la proximidad de las elecciones generales, vuelve a agitarse el fantasma del pucherazo, como si el caos de Correos fuese un imprevisto inconcebible. Pero el servicio de Correos se halla hecho unos zorros porque, al igual que otros muchos servicios públicos, ha sido concienzudamente devastado durante décadas, en espera de su privatización definitiva (según la doctrina del ‘capitalismo de amiguetes’). Así se cumplirá el destino de todos los servicios públicos en España, expoliados, malversados y finalmente regalados a precio de saldo por los capataces del Régimen del 78.
Pero, vaya, resulta que nadie había advertido hasta ahora el deterioro de Correos; así que el caos de estos días lo aprovechan algunos heroicos paladines de la democracia para dar pábulo al fantasma del pucherazo. Siempre me han parecido muy pintorescas esas gentes que se sublevan ante fraudes ‘operativos’ de la democracia tan veniales como el pucherazo y, en cambio, comulgan eucarísticamente con sus fraudes ‘constitutivos’, que destruyen el bien común en volandas de la ‘voluntad de la mayoría’. Gentes a las que, por ejemplo, les parece fenomenal que nuestros hijos sean asesinados en la placenta materna, porque la democracia lo permite, sufraga y ampara; pero a las que, ¡vaya por Dios!, los fraudes ‘operativos’, que apenas añaden un poco de picante al guiso (pues, al fin, que ganen unos u otros no cambia que a los niños los sigan asesinando), les preocupan muchísimo, porque pueden impedir que gobiernen los ‘suyos’. Quienes, desde luego, ampararán las mismas aberraciones, pero, jolines, al menos les rebajarán los impuestos.
A nosotros, en cambio, estos fraudes ‘operativos’ de la democracia nos parecen estupendos, pues una forma de gobierno que aniquila el bien común merece que al menos pueda manipularla el más zorro. Ya que la democracia consiste –como nos enseña Carlyle– en que el voto de Judas valga lo mismo que el voto de Jesús, el pucherazo nos parece benemérito, con tal de que acreciente el voto de Jesús. Después de todo, el pucherazo ha consistido siempre, más que en impedir que los vivos voten, en añadir al puchero el voto de los difuntos. «¿Qué sería de los muertos, condenados a reclusión perpetua en sus nichos y en sus fosas, si no hubiera en el Congreso diputados identificados con sus intereses?», se preguntaba sarcásticamente Julio Camba. El pucherazo podría llegar a ser, incluso, el fraude ‘operativo’ de la democracia que acabase con su fraude ‘constitutivo’, instaurando aquella ‘democracia de los muertos’ que soñaba Chesterton, una democracia en la que el voto de esta generación maldita, que legitima con la aritmética parlamentaria las aberraciones más vitandas, sea neutralizado por el voto de los muertos –el de nuestros hijos asesinados, para empezar–, que se revuelven en la tumba.
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