En el odio a María hay, en verdad, una fosforescencia azufrosa – Por Juan Manuel de Prada

Como Virgen por rastrojo
Por Juan Manuel de Prada

Han causado escándalo unas crudas ofensas lanzadas contra la Virgen María en una televisión sistémica. A la Doncella de Nazaret siempre la persiguieron las difamaciones, desde el mismo momento en que se quedó embarazada. Que la calumnien en las televisiones sistémicas es algo previsible; pero no debemos olvidar que también la han calumniado los obispos, como aquél que dijo (y se quedó tan pichi) que, de haber vivido en nuestros días, la Virgen María habría participado en una manifestación que reclamaba «autonomía para construir identidades sexuales», «aborto libre» (¡todavía más!) y «escuela con perspectiva de género». Si volvemos la vista atrás, descubrimos que no ha habido heresiarca moderno que no reservara sus espumarajos más biliosos y fétidos para el culto a la Virgen. Y los exorcistas saben que, entre el repertorio asiduo de los posesos, nunca faltan las más horrendas retahílas contra la Virgen.

Retahílas y espumarajos que luego repiten ufanos los incrédulos de nuestros días, perpetuando aquel odio antiquísimo de la serpiente: «Ella te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón».

En el odio a María hay, en verdad, una fosforescencia azufrosa. María, que es madre del género humano, es también su hija; es a la vez la gota más pura salida del lagar de la humanidad y la gota de cuya destilación ha salido el mismo Dios. La Edad Media llegó a comprender este misterio de Belleza y lo plasmó en plegarias y obras de arte sublimes. Pero luego llegaron Lutero y sus compinches, que con la excusa de que toda pretensión de plasmar la Belleza era insatisfactoria, desataron una oleada de iconoclasia contra María, a la que negaron su condición de madre de Dios y mediadora. Pintando a María, el arte había logrado no sólo vislumbrar la Belleza, sino también gestarla en su propio vientre y nutrirla con su propia leche. Lutero, al negar que María fuese madre de Dios, negó al hombre la posibilidad de criar a Dios en su regazo.

Y una vez que dejas de criar a Dios en tu regazo, tienes que consolarte acuchillándolo en el vientre materno. Por eso heresiarcas, endemoniados e incrédulos profesan ese odio rabioso a María. Como escribía Bernanos, «la Astucia y el Orgullo contemplan desde lejos a esa criatura milagrosa que está fuera de su alcance, invulnerable y desarmada». Y necesitan denigrarla de las formas más cobardes y bestiales, aunque intuyan impotentes que sus palabras sonarán huecas y carentes de significado a los oídos de la Doncella de Nazaret, que por ser inmaculada no tiene experiencia alguna de la vileza humana. «La mirada de la Virgen -citamos de nuevo a Bernanos- es la única verdaderamente infantil, la única de niño que jamás se haya dignado fijarse en nuestra vergüenza y nuestra desgracia». Así mira las ofensas que le lanzan: con la tierna compasión con que un niño mira nuestras miserias. Pero todo ello sin dejar de aplastar la cabeza de la serpiente, que es algo que jode mucho a sus adeptos.

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