Hacia el nihilismo – Por Juan Manuel de Prada

Hacia el nihilismo
Por Juan Manuel de Prada

La gente ingenua suele asociar la ‘autodeterminación’ a la pretensión de independencia que esgrime una porción nada exigua de catalanes. Pero lo cierto es que la autodeterminación es un concepto filosófico y jurídico disolvente que está minando el orden jurídico, la comunidad política y la propia naturaleza humana.

En efecto, nuestra época tiende a reconocer cualquier pretensión como derecho subjetivo, considerando legítima la consecución de cualquier fin, anhelo o apetencia personal sin ‘responder’ ante nadie. Esta ‘autonomía de la voluntad’, inevitablemente, acaba cristalizando en el reconocimiento de que las personas pueden ‘darse’ normas que satisfagan sus anhelos (de poder mandar a su cónyuge a freír espárragos, de poder asesinar a sus hijos o rebanarse los órganos genitales, de que le sufraguen un suicidio asistido, etcétera). Y, al considerarnos con la capacidad para ‘darnos’ las normas que satisfagan nuestros anhelos, nos convertimos en ‘dueños y señores’ de esas normas, cuya existencia depende de nuestra voluntad. Nuestras pretensiones, digámoslo así, se convierten en condición de la existencia del Derecho, que ya no reflejará nunca más un ‘orden del ser’, un juicio de la razón práctica sobre la naturaleza de los actos humanos.

En una fase anterior de esta corrupción filosófica y jurídica, era la voluntad del Estado quien establecía (muchas veces caprichosamente) lo que podía considerarse derecho y lo que no. Pero, frente a esta corrupción inicial, nuestra época consagra otra todavía mayor: el titular de este poder ya no será el Estado, sino el individuo, de cuya voluntad soberana el Estado deberá ser garante. El individuo podrá afirmar siempre su voluntad soberana, salvo algunos límites (muy laxos y brumosos) que, de no existir, harían imposible la coexistencia social (y decimos ‘coexistencia’ porque, allá donde las voluntades individuales son soberanas, no puede hablarse propiamente de convivencia, mucho menos de comunidad). Y, allí donde la voluntad del individuo no puede realizarse plenamente, deberá intervenir el Estado, para asegurar su realización. Así, el Derecho deja de ser el instrumento para determinar la justicia, y se convierte en un instrumento que permita a todos y a cada uno realizar sus proyectos vitales (aunque sean por completo quiméricos) y sus aspiraciones (no importa que sean legítimas o desquiciadas).

Esta autodeterminación acaba convirtiendo el Derecho (que ahora ya no se podrá escribir con mayúscula, pues ha dejado de ser ‘uno’ para multiplicarse según los anhelos y aspiraciones en liza) en una sucesión proteica de normas positivas, sin ningún anclaje en la realidad de las cosas; pues las pretensiones de esos individuos autodeterminados estarán siempre cambiando, siempre renovándose, siempre deseosas de alcanzar nuevos finisterres que, por supuesto, no se detendrán ante el escollo de la naturaleza humana (que también deberá ser rectificada o incluso destruida si se opone a los anhelos personales). La autodeterminación hace que toda nuestra existencia sea incierta y precaria, porque las leyes quedan sometidas al señorío de cada individuo. El orden jurídico se construye sobre decisiones puramente voluntaristas; pero, como esas decisiones cambian constantemente, se vuelven inaceptables las normas que fueron promulgadas según una decisión contingente (una mayoría parlamentaria, un referéndum general, etcétera), pues… ¿por qué habrían de impedir el ejercicio de autodeterminaciones ulteriores? De este modo, normas con pretensiones ridículas de duración como las llamadas ‘Constituciones’ se tornan insufribles. ¿Por qué han de estar sujetos a su mandato quienes no las votaron, por carecer de edad legal, o incluso por no haber ni siquiera nacido? ¿Y por qué habrían de aceptarlas quienes, habiendo votado en su día a su favor, han cambiado de parecer? Puesto que la misión de las leyes es atender las pretensiones de la voluntad individual, pretender que las leyes sean inamovibles, o muy difícilmente reformables, las convierte en jaulas de la autodeterminación, que reprimen o dificultan la realización indiscriminada de los nuevos derechos.

La autodeterminación es, por naturaleza proteica, cambiante, incluso voluble, reacia a asumir compromisos duraderos: de ahí que los contratos tiendan a ser temporales (y cada vez más temporales); de ahí que los matrimonios sean disolubles (y cada vez más disolubles); de ahí que se hable de género fluido; de ahí, en fin, que se minen todos los vínculos humanos (incluso el vínculo que cada persona tiene con su propia naturaleza, que se considera un mecano convertible). La autodeterminación conduce, inevitablemente, a la anarquía y el nihilismo jurídico.

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