Idolatría británica y cipayismo
Por Juan Manuel de Prada
Se ha ponderado mucho en estos días la devoción que los británicos profesan a la monarquía, frente al más esquivo desapego español. Pero la monarquía ha tenido en Inglaterra, desde finales del siglo XVII o comienzos del XVIII, un ejercicio pacífico, sin alteraciones constitucionales; exactamente lo contrario de lo ocurrido en España, donde estas alteraciones, acompañadas de forzamientos dinásticos, guerras, republiquitas, alzamientos militares, restauraciones de birlibirloque, etcétera han sido el ‘panem nostrum quotidianum’.
Además, en la monarquía hispánica, el poder político y el religioso siempre fueron realidades autónomas (y cuando el Papa se propasaba se perpetraba un saco de Roma), aunque desde luego el poder político se regía por principios religiosos. En la monarquía inglesa, el poder político y el poder religioso se amalgamaron; o más bien el poder religioso se sometió al político (erastianismo de la peor ralea), para legitimar una política completamente irreligiosa e inmoral. El monarca inglés se arroga la condición de ‘caput ecclesiae’, apareciendo ante sus súbditos como ese ‘deus mortalis’ del que hablaba Hobbes, que en el caso de la longeva Isabel II parecía en trance de convertirse en inmortal. Pero como la iglesia anglicana es una iglesia inventada y de chichinabo, el proceso de secularización va desplazando inevitablemente la reverencia religiosa, cada vez más hueca, hacia la figura del rey.
El instinto de adoración es connatural al ser humano, que cuando no adora a Dios termina idolatrando indefectiblemente al diablo, a veces con estaciones intermedias y diablos camuflados, como proponen las ideologías prometeicas. En Inglaterra, el pueblo tributa al rey una reverencia idolátrica que, lejos de remitir, se agiganta a medida que el pueblo inglés se embrutece (y nadie supera a las ‘clases populares’ inglesas en chabacanería e irreligiosidad); y también a medida que el poderío colonial inglés se reduce. A falta de territorios sobre los que enseñorearse, la criminal sed de dominio inglesa (‘Rule, Britannia!’) necesita aferrarse a un símbolo de grandeza, que nadie encarna mejor que un monarca rodeado de un boato ritual. Todo lo que en estos días nos estamos tragando a través de la tele es una suerte de liturgia sucedánea de la religiosa, propia de un pueblo idólatra que rinde honores a la institución que ha vestido de gala las masacres y rapiñas que les han permitido tiranizar otros pueblos: antaño, a través de un imperio colonial nefando; hogaño, a través una nefanda red de paraísos fiscales y lavaderos de dinero negro, entre los que se cuenta un pedacito de suelo español.
La devoción de los ingleses a sus reyes nos repugna, aunque no podemos dejar de reconocerle cierta grandeza numinosa o preternatural, como a los aquelarres y tenidas de ringorrango. En la devoción de la derechuza autóctona, con sus grotescos días de luto y sus condolencias grimosas, sólo descubrimos el patetismo emético del cipayo que se engolosina lamiendo zurrapas.
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