Israel ataca: ¿quién manda realmente?
Por Marcelo Ramírez
Israel volvió a atacar. Esta vez, directamente en territorio iraní. Un hecho que no puede analizarse con la simpleza de los titulares occidentales ni con el maniqueísmo de la prensa internacional que grita “agresión” o “defensa” según el manual que le entregan desde los centros del poder. Porque lo que realmente está en juego aquí no es un intercambio de fuego entre dos países, sino la pregunta incómoda que nadie quiere formular: ¿quién manda realmente?
La narrativa oficial no resiste el menor análisis. Israel aparece como un actor autónomo, soberano, que responde a las amenazas que supuestamente lo rodean. Pero detrás del aparente protagonismo israelí hay algo mucho más complejo y peligroso: la operación deliberada de una estructura de poder que necesita el caos para sostenerse. Y cuando se empieza a mirar con más atención, se ve que este conflicto no comenzó con el intercambio bélico actual, sino con la provocación previa que nace con la fundación del propio Estado de Israel y la resistencia de los países árabes, pero que se acelera a partir de la revolución islámica en Irán en 1979.
Desde ese momento, Irán dejó de ser un satélite dócil del poder occidental y se transformó en un actor regional incómodo. No solo por su discurso ideológico y religioso, sino porque comenzó a construir una infraestructura política, económica y militar propia, alineada con una visión soberana del mundo. Ese pecado, en términos del orden unipolar, es imperdonable. Y por eso Irán se convirtió en blanco permanente de sanciones, operaciones encubiertas, campañas de demonización y amenazas abiertas.
Lo que estamos viendo hoy no es más que una etapa superior de ese conflicto de larga data. Israel actúa como punta de lanza de esa confrontación estructural, provocando, tensando, llevando al límite. Pero no lo hace por decisión puramente nacional. Responde a una estrategia más amplia, que necesita evitar a toda costa que el mundo musulmán —y especialmente Irán— consolide una alternativa autónoma al modelo occidental.
El bombardeo israelí a la embajada iraní en Damasco fue solo el último paso en esa provocación sistemática. Un acto deliberado que no podía sino generar una respuesta. Y la respuesta llegó, pero con la precisión milimétrica que Irán ha aprendido a manejar: sin generar muertos, sin caer en la trampa de la guerra total, pero dejando en claro que puede golpear cuando lo desea. Israel, entonces, redobla la apuesta. Ataca directamente territorio iraní, ya sin subterfugios. Pero este gesto no puede analizarse como una reacción aislada. Forma parte de una dinámica planificada, donde el objetivo no es resolver un conflicto sino eternizarlo. Porque la guerra, para quienes manejan los hilos, no es un problema: es una herramienta. Una fuente inagotable de recursos, control y disciplinamiento.
La pregunta es: ¿quién gana con esto? No los israelíes de a pie. No el pueblo iraní. No los países vecinos que viven bajo amenaza constante. Ganan los que necesitan justificar presupuestos militares astronómicos. Los que trafican armas. Los que buscan reconfigurar la región según sus intereses geoestratégicos. Ganan los mismos que promovieron el caos en Irak, en Libia, en Siria, en Afganistán.
Y lo hacen con la cobertura cómplice de los grandes medios, que presentan estas agresiones como “defensa legítima”. Como si bombardear embajadas fuera una prerrogativa aceptable. Como si violar el derecho internacional fuera un derecho exclusivo de ciertas potencias.
En el fondo, la razón última del conflicto es la posición de Israel de extender sus fronteras al Israel bíblico, lo que significa la destrucción de buena parte de Medio Oriente. El proyecto del Gran Israel no es una fantasía marginal. Está presente en el pensamiento de los sectores más influyentes del poder sionista, y se refleja en cada acción que busca desestabilizar, dividir, balcanizar a sus vecinos. Líbano, Siria, Irak, Irán, Palestina: todos ellos representan obstáculos a ese sueño mesiánico de expansión territorial, disfrazado de seguridad nacional.
El mundo está cambiando. Y eso es lo que realmente los desespera. Porque el modelo unipolar se resquebraja. Porque las potencias emergentes, desde Rusia hasta China, desde Irán hasta los países del BRICS, están tejiendo una nueva arquitectura internacional. Una donde el uso de la fuerza como único lenguaje ya no es tolerado. Donde las reglas no las pone un solo bloque. Donde la soberanía vuelve a tener valor.
Por eso el ataque de Israel no es solo un acto militar. Es un gesto político desesperado. Un intento de frenar lo inevitable: el ascenso de un nuevo orden mundial donde la hegemonía occidental no podrá dictar el guión.
Y mientras tanto, nosotros, en este rincón del mundo, no podemos permitirnos ser espectadores pasivos. Porque cada bomba que cae allá resuena acá. Porque la reconfiguración global nos arrastra también a nosotros. Y porque si no entendemos quién manda realmente, seguiremos creyendo que los fuegos son lejanos, cuando en realidad ya nos están rodeando.
Israel ataca. Pero no manda. El que manda no tiene bandera. Tiene intereses. Y ese poder, el verdadero, solo teme una cosa: que lo nombren.
Fuente: https://www.youtube.com/live/IDZAFBD6NKM
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