La piara contra la prostitución – Por Juan Manuel de Prada

La piara contra la prostitución
Por Juan Manuel de Prada

Leemos con estupor y risa floja que el llamado Ministerio de Igualdad presentará en septiembre un anteproyecto de ley para «abolir la prostitución». El anuncio se ha producido después de que se destaparan las grabaciones donde Ábalos y su faraute Koldo hacían un «donoso escrutinio» de lumis, al estilo del que hicieron el cura y el barbero de la biblioteca de don Quijote. Al parecer, los juicios chocarreros de este par de cerditos verriondos han parecido al resto de la piara tan «rechazables y deleznables» que han resuelto acabar de un plumazo con la prostitución, con ese exceso de celo tan característico del progresismo, detectado por Chesterton: «He descubierto que la nueva mojigatería es más estrecha y mojigata que la vieja, incluso la de los días tristes y oscuros del final de la época puritana. Este descubrimiento me interesa no poco, pues siempre he odiado el puritanismo ordinario con odio límpido, perfecto e inmaculado. Sin embargo, el puritano puro no es tan negativo, represivo y lúgubre como el progresista puro».

Al escribir sobre los utopistas obsesionados por la creación de un ‘hombre nuevo’, Lewis Mumford señalaba: «Al pretender que Falstaff sea como Cristo, estos fanáticos impiden que los bribones de nacimiento sean capaces de alcanzar al menos el nivel de un Robin Hood». En efecto, se puede conseguir que un ladrón desvergonzado como Falstaff se convierta en un ladrón solidario como Robin Hood; pero si pretendemos forzar a Falstaff para que se convierta en Cristo de la noche a la mañana, sólo lograremos enfurecerlo y tornarlo más peligroso y criminal. Si se pretende combatir la lacra de la prostitución, unos gobernantes cabales fomentarían el cultivo de las virtudes privadas, recuperarían los frenos morales que encauzan la sexualidad humana y cegarían los reclamos que la enardecen, formarían suavemente las conciencias y fomentarían la vida familiar como remedio a la concupiscencia. De este modo, cada vez habría más Falstaffs dispuestos a convertirse en Robin Hood; o sea, más personas conscientes de que una cruda sexualidad ofrecida o buscada a cambio de dinero atenta contra la dignidad humana, incapacita para los afectos verdaderos y lastima muy gravemente los vínculos humanos, que exigen donación. Pero la piara del partido de Estado se ha dedicado a hacer justamente lo contrario durante décadas: ha escarnecido las virtudes privadas (para que también decaigan las virtudes públicas), ha arrasado todos los frenos morales que encauzan la sexualidad humana y ha exacerbado todos los reclamos que la enardecen, ha deformado las conciencias mediante leyes aberrantes y propagandas depravadas y ha exaltado las formas más variopintas de concupiscencia.

La piara del partido de Estado, timonel del Régimen del 78, se ha dedicado, en fin, a borrar toda noción de límite, convirtiendo a los españoles en una papilla humanoide absorta en sus derechos de bragueta, bulímica de los placeres más fétidos y rehén de las pulsiones más sórdidas. Así han convertido al borrachín Falstaff, tentado por las mozas del partido, en un Calígula que ha hecho de sus apetitos una nueva religión patológica.

A esta sociedad convertida en amasijo de carne pútrida y hormigueante de vicios, que recurre a la prostitución para aliviar las angustias de una vida condenada a la dispersión y a la infecundidad, la piara del partido de Estado quiere regalar una ley para «abolir la prostitución». Allá donde no existe conciencia de límites humanos, las imposiciones tienden a hacerse sobrehumanas; dejan de fundarse en la aspiración de una vida virtuosa, para fundarse en aspiraciones tan desaforadas y quiméricas como «abolir la prostitución». Por supuesto, lo único que conseguiría la piara del partido de Estado «aboliendo la prostitución» es generar mayor frustración y violencia entre quienes recurren a esta forma degradante de sexualidad, de tal modo que se multiplicasen los abusos sexuales y se prostituyese toda expresión afectiva y sexual. Así actúa siempre el puritanismo: impone prohibiciones sobrehumanas que Falstaff no puede cumplir; y, una vez que Falstaff infringe por desesperación esas prohibiciones sobrehumanas, se infringen también las prohibiciones verdaderamente humanas, hasta que Falstaff se convierte en Calígula.

«¿Dónde irán tantos calcillas,/ pecadores de improviso,/ que a lo de porte de carta/ compraban los parasismos?», se preguntaba Quevedo, al contemplar las mancebías cerradas por aquella famosa Real Pragmática de 1623 que prohibió la prostitución. Pero todos sabemos que los calcillas del partido de Estado encontrarán siempre lugar donde «comprar los parasismos», porque las prohibiciones de la prostitución sólo rigen para los pobres diablos y no para quienes las urden, que tienen su palomar bien provisto de palomitas. Así ocurrió con la Real Pragmática de 1623, que no impidió que Felipe IV engendrase más de treinta bastardos; y así ocurriría también con esta piara del partido de Estado, que seguiría montando impunemente sus farras con sobrinitas y farlopa a costa del erario público. Aunque, desde luego, no acaba de entenderse por qué ahora, de repente, a esta piara le da por reaccionar de modo tan aspaventero contra los desahogos venéreos de un par de cerditos verriondos de su pocilga, si durante décadas no ha habido escándalo donde el partido de Estado se haya visto involucrado que no haya estado concurrido por un serrallo de lumis. Y, sobre todo, no se entiende que el ‘donoso escrutinio’ de Koldo y Ábalos despierte tanto rechazo entre la piara, cuando la familia de su líder carismático ha disfrutado de unas opíparas rentas nutridas por el lenocinio.

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