Koldo y el lubricante benéfico
Por Juan Manuel de Prada
El escandalete protagonizado por ese Koldo García, faraute del ministro Ábalos, nos invita a probar algunas reflexiones sobre la corrupción en el régimen político vigente. Antes de que Ábalos lo convirtiera en su hombre de confianza, asesor en su ministerio y consejero en Renfe, el bueno de Koldo había sido portero de mancebía, aizkolari y matasiete, que lo mismo servía para un roto que para un descosido (siempre que el roto y el descosido incluyesen reparto de sopapos).
¿Cómo es posible que especímenes humanos así acaben en lo que Carl Schmitt llamaba «los pasillos del poder». Porque está en el alma de la partitocracia, que en sus reclutamientos y promociones prefiere personas de fidelidad lacayuna. Ciertamente, el bueno de Koldo nos llama más la atención por su envergadura y modales de jaque, frente al prototipo más modosito y bardaje; pero en lo demás es el prototipo perfecto del «hombre de partido» (el doctor Sánchez lo calificó en alguna ocasión de «ejemplo para la militancia»). Las oligarquías de los partidos las constituyen un puñado de demagogos y astutos que rigen un séquito de adocenados y conformistas que sólo pueden sobrevivir como instrumentos a la sombra del líder. Inevitablemente, cuando menor es la calidad de los dirigentes de un partido, más disminuye también la de los restantes miembros de la oligarquía, porque el mediocre siempre desea que sus colaboradores sean inferiores a él. Así se explica que el doctor Sánchez eligiera a Ábalos como capataz de su oligarquía; y que Ábalos eligiera al bueno de Koldo como faraute.
Encumbrar lo que es de naturaleza inferior es siempre una monstruosidad; pero sobre en este criterio se funda el funcionamiento de las oligarquías partitocráticas, que se cuidan muy especialmente de que no se cuele ninguna persona de valía y probidad. Así, siempre al servicio del líder, ascienden gentes como el bueno de Koldo (o los modosos y bardajes que amueblan el noviciado de los partidos); y, una vez insertas en el aparato oligárquico, pueden dedicarse tranquilamente a la rapiña, el peculado y la corrupción, que son el líquido amniótico de la partitocracia, su alma constitutiva. Hay gentes ilusas que consideran que la democracia es el régimen político menos corrupto, porque establece formas de vigilancia legal que la dificultan. Nada más alejado de la realidad. Como certeramente sostuvo el eminente demócrata Churchill, la corrupción sirve «como un lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia». Samuel Huntington desarrolla este apotegma de Churchill en ‘El orden político en las sociedades en cambio’, donde celebra que la democracia haya logrado la extinción de ciertas «creencias premodernas» enraizadas en la fe religiosa (desde los principios morales a los escrúpulos de conciencia) que impedían la «eficiencia económica». Y es que, en efecto, la democracia entendida como religión antropoteísta o fundamento de gobierno (o sea, la democracia vigente en nuestra época) niega el pecado original y afirma cínicamente la inmaculada concepción del hombre, según el apotegma roussoniano.
Esta religión antropoteísta tiene como misión primordial conseguir que sus adeptos renuncien a los bienes eternos (resumibles en la salvación de su alma), a cambio de la promesa de recompensas materiales y perecederas (desde subsidios y paguitas hasta derechos de bragueta). Y, para que la promesa de recompensas materiales y perecederas se haga realidad, la corrupción desempaña, a juicio de Huntington, esa labor de «lubricante benéfico» mencionada por Churchill, pues «agiliza los procesos burocráticos y selecciona a los actores del mercado, a fin de que prevalezcan aquellos que invierten de forma decidida». Además –añade Huntington– la corrupción genera «ingresos alternativos para políticos y funcionarios», que sirven para complementar sus sueldos. Gracias a la corrupción, pues, los sueldos de nuestros políticos y funcionarios pueden mantenerse en un bajo nivel de remuneración, reduciendo la carga impositiva sobre el común de la población. El bueno de Koldo deseaba brindar a los españoles una recompensa material y perecedera (las grotescas mascarillas en las que, durante un tiempo, las masas cretinizadas cifraban grotescamente su salvación); y lo hizo agilizando los procesos burocráticos, seleccionando a los compradores dispuestos a invertir de forma decidida, aceptando sus mordidas; de este modo, además de proveer de mascarillas a las masas cretinizadas y muertas de miedo (por haber renunciado a sus bienes eternos y espirituales) que cifraban su supervivencia en taparse grotescamente la boca con ellas, pudo complementar su remuneración de asesor ministerial y consejero de Renfe. O sea, el bueno de Koldo actuó como un lubricante benéfico de la democracia.
Por supuesto, este tipo de conductas nunca generan en los regímenes democráticos auténtica reprobación social; porque el pueblo, acostumbrado al espectáculo de la corrupción, tiende primero al escepticismo moral y luego al amoralismo rampante. Y la reacción social, si se produce, está dictada por los infames códigos de la demogresca, que son precisamente los que fortalecen a las oligarquías partitocráticas (creando «sentido de pertenencia» y solidaridad entre sus fanáticos), a la vez que debilitan las resistencias de un pueblo al que no le resta otra salida, una vez que ha renunciado a sus bienes eternos, sino dejarse resignadamente expoliar también sus bienes materiales. Todo sea por el buen funcionamiento de la democracia, que requiere sus «lubricantes benéficos».
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