La berrea de los colegiales y la hipocresía mediática – Por Juan Manuel de Prada

La berrea de los colegiales
Juan Manuel de Prada

Afirmaba La Rouchefoucauld que la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud. Esto tal vez ocurriese en un mundo que aún podía discernir vicios y virtudes; pero en una época tan tenebrosa como la nuestra, la hipocresía actúa de un modo mucho más alevoso, presentando los vicios como virtudes, a través de monstruosas ideologías sistémicas que exaltan el naturalismo instintivo, la abolición de todos los frenos morales, el abandono del recato y el pudor, el consumo bulímico de pornografía, etcétera. Y, cuando la pobre gente ha sido esclavizada por sus instintos más primarios, cuando ha dejado de ver en la persona amada un ‘templo del Espíritu’, llegan los hipócritas que han fomentado todo ese envilecimiento y se rasgan las vestiduras.

Así ha hecho la chusma mediática y gubernativa con los jóvenes de un colegio universitario, que montaron una berrea indecente, interpelando a las jóvenes de otro colegio universitario vecino con los apóstrofes más degradantes (que ellas, por cierto, respondieron como verduleras complacidas, aunque de esto los hipócritas no han dicho nada). Claro que, para hipocresía viscosa, ninguna comparable a la del director del colegio donde se hospedan esos jóvenes engorilados. Este hipócrita redomado ha fingido sorpresa ante la berrea (que llevaba celebrándose bastantes años) y ha elegido como chivo expiatorio al joven que lanzó los apóstrofes degradantes, para regocijo de la chusma mediática y gubernativa que pone tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias.

Quienes han querido quitar hierro a la berrea estudiantil se han conformado con señalar que los apóstrofes degradantes forman parte de una ‘tradición’ del colegio. Pero resulta que esos colegios están regentados por la orden de san Agustín (o por sus escurrajas). No creo que haya, entre las enseñanzas cristianas sobre el amor humano, ninguna tan luminosa como la de san Agustín, que nos previene contra esos ardores juveniles que, desembridados, acaban siempre divinizando la sensualidad y enardeciendo las pasiones más torpes. Y que nos enseña a descubrir que el eros y el ágape caminan juntos de la mano; y que las pasiones se lavan cuando descubrimos que el ser sagrado se estremece dentro del ser amado. Cuando esto ocurre, surge una desvelada preocupación por la persona amada; cuando no ocurre, es natural que los hombres vean en las mujeres putas metidas en sus madrigueras, como las mujeres ven en los hombres brutos que las empotran para su deleite y satisfacción.

Los jóvenes de ese colegio deberían exigir que su hipócrita director dimita (y, de paso, las escurrajas de la orden agustina), por no haber sabido transmitir la tradición propia de su (¿extinto?) carisma, dejando que los jóvenes que les han sido encomendados se conviertan en unos niños pijos esclavizados por las ideologías sistémicas, que primero los envilecen y luego los exponen hipócritamente en la picota pública. Y que los privan de su verdadera vocación, que es la de ser caballeros cristianos.

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