La descomposición nihilista del sistema: el caso argentino – Por Facundo Martín Quiroga

La descomposición nihilista del sistema: el caso argentino
Por Facundo Martín Quiroga

Como lo dice la fórmula de la alquimia
para transformar los metales en oro:
disolver y coagular (“solve et coagula”) …

Estamos ante un proceso de descomposición nihilista del sistema político, social y cultural de Occidente, orquestado por las propias élites que lo inventaron y lo siguen administrando de la forma más desembozada e impune. A nivel país, la fractura entre el pueblo y los representantes políticos ha dado un paso más, mostrando que, tal como lo decía el filósofo Alberto Buela, la decadencia no tiene piso; en este caso, la disputa armada por la partidocracia demoliberal y su simulacro democrático resultó en la investidura presidencial de una figura inverosímil por sus manifiestas condiciones personales que lo alejarían de toda posibilidad de gobernar algo (quizás ni siquiera de formar una simple familia), aunque, como sabemos, esas condiciones explican muy poco de lo que realmente ocurre.

Con el pueblo hambreado luego de años de confinamientos, inoculaciones irracionales, inflación desbocada y desvío orquestado de las causas estratégicas hacia los reclamos de minorías intensas y tribales, con una economía totalmente a merced de la plutocracia anglosajona y sus tentáculos, y con una cultura nacional mancillada y basureada a niveles vergonzantes por la propia clase política, la Patria ha quedado presa de esa decadencia sin poder despertar, y muchos de los millones de votantes que absorbieron (de forma, por otra parte, totalmente comprensible) el relato que se vendía como el más cercano a la posibilidad de patear el tablero, ya se encuentran sospechando y exhalando su desconfianza.

Pero antes de continuar, hagamos un indispensable comentario contextual. Si analizamos la historia en términos de grandes procesos, podemos inferir que el capitalismo es un sistema de transición entre dos feudalismos: el primero, que dio el poder a unas élites dizque cosmopolitas y que permanece más o menos desde la nefasta reforma protestante, y el otro, en construcción poscapitalista después de cinco siglos de consolidación burguesa, de intenciones globalizantes, que se caracteriza por el control social totalitario digital, y la pretensión de destruir a todas las grandes civilizaciones de la tierra, para imponer una pseudocultura global sin ningún tipo de arraigo, con sujetos atomizados, tribalizados y absolutamente manipulables, pero con esta clase cosmopolita detentando el poder absoluto, instigando a las personas a resignar su condición humana, a cambio de sus “servicios” (“No tendrás nada y serás feliz”, dicen los plutócratas de Davos).

Todo este proceso de perversión de los sistemas políticos es parte de la maniobra de construcción de un nuevo feudalismo. Se puede trazar una línea de continuidad entre lo que está ocurriendo en la Argentina, varios países del continente y todos aquellos territorios en los que estas élites, con sus contradicciones y disputas internas, depositan sus intereses e influencias de todo tipo (económicas desde ya, pero también políticas y culturales). Recordemos que uno de los rasgos fundamentales de este tipo de expansión imperial depredadora es la descomposición cultural y civilizatoria (control demográfico incluido) de los territorios a someter.

El mandato fundamental:
hacer entrar en caos a las sociedades
para poder iniciar la descomposición…

¿Y por qué decimos que esta descomposición es “nihilista”? Porque, tal como lo señala la etimología del término, tiene como motor de acción la destrucción de todo principio de unión, sobre todo en el plano político: una mascarada democrática que sirve como simple escenario armado para que las sociedades realicen su pantomima electoral, y, una vez dados los resultados, dirijan sus sentimientos de venganza fogoneados por la propaganda, hacia el otro bando, de manera estéril, sin principio constructivo alguno. Esa es la “nada” a la que conduce el propio modelo político, el choque de átomos hacia la mutua destrucción, sentado en la democracia posmoderna, totalmente alejada de los principios de la polis; es más, contradiciéndolos.

Es así como, en estos tiempos, y en un escenario en donde más de medio planeta se niega a suscribir las normativas destructivas que propone este occidente decadente, podemos dar testimonio de la condensación de contradicciones que se ponen en escena en nuestras sociedades. Cada una de ellas se expresa en distintas dimensiones que funcionan casi al unísono: en la política, gobierno vs. pueblo; en la cultura, Patria vs. tribus (LGBT, indigenistas, veganos, o la que venga en gana); en la economía, Estado vs. corporaciones, etc. Todas ellas son expresión del conflicto que debe permanecer el tiempo suficiente para derivar en lo que esta plutocracia necesita: la construcción de Estados fallidos a través de la guerra civil molecular y las guerras de cuarta y quinta generación.

Esta guerra se muestra eficaz porque, mientras se desarrolla, conquista la política haciendo de ella no la búsqueda de la conservación de la sociedad y del Estado, sino la disputa interna que deviene en la descomposición de una y del otro, la fragmentación en demandas minoritarias que invaden el espacio público, haciendo de los componentes estratégicos del Estado cuestiones que jamás se ponen en discusión. Observen la cantidad y el tipo de leyes sancionadas por los parlamentos en los últimos veinte años y darán cuenta de la maniobra sin demasiado esfuerzo. Y nada, nada mejor que esta pérdida del foco de la política para que pase a ocupar el lugar protagónico este nihilismo que, en su expresión fáctica, enarbola las banderas de la pura destrucción sin pensar en las consecuencias (“que venga cualquiera”, “que estalle”, “prefiero que venga este así se va a la m… todo de una vez”).

El frasco se agita,
las hormigas se matan entre ellas,
sin ver la mano que lo mueve…

Pasa que a veces, en medio de la agitación, una hormiga envalentonada empieza a revolear trompadas al aire, y algunas ven que se carga a unas cuantas del otro bando, mientras otras la desafían, y ésta empieza a insultar al aire echando espuma por la boca. Las que siguen soportando las andanadas de sus contrincantes, se van a plegar a esta nueva compadrita barullera, hartas de tanto castigo. Eso es Javier Milei: la muestra física de esa decadencia en forma de nihilismo estéril que se mueve al compás de una motosierra, llevado al gobierno por millones de personas hastiadas del progresismo, que es punto y banca en la descomposición social, porque es el verdadero fenómeno “de diseño”: lo fue siempre desde el fin de la dictadura del ‘76, cuando empezó a apropiarse lenta y sigilosamente de, por ejemplo, el sistema educativo y los partidos políticos.

La salida de la dictadura fue planificada por el bloque anglosajón, que se embarcaba en una cooptación de las izquierdas para comenzar, lentamente pero sin pausa, a manipular la dimensión cultural para fragmentar las sociedades hacia el caos que vivimos hoy. Las sociedades occidentales fueron pobladas por una combinatoria de tribus de clase media, lúmpenes radicalizados que a veces ni saben contra qué luchan, cócteles explosivos de promiscuidad, adicciones, y familias desmembradas que, primero, verán su rostro en lo que se llamó “Generación X”, y hoy podemos catalogar, algo torpemente, bajo los motes de “millennials”, “centennials”, “generación Z”… todos con un rasgo en común: ser activos partícipes de la destrucción de los lazos comunitarios trascendentes, que derivan en subjetividades “nómades”, apañadas por los medios, pero profundamente lesivas para el tejido social. Así, la política con mayúsculas, será imposible de realizar, e incluso imposible de pensar.

El principio pospolítico que reina en este estado de cosas es la anomia administrada: la ausencia de principios rectores lleva a que lo urgente y lo tribal se conviertan en protagonistas de debates, dimes y diretes mediáticos, o cámaras de eco en las redes sociales. El sistema social se encuentra en permanente disrupción, y los mecanismos de representación entre los políticos y el pueblo se tuercen hasta decapitarse. Es por eso que aparecen términos al uso como “casta”: se trata de un recurso simple, que apela al instinto gregario de matar a un enemigo que no se puede asir, rebelión caótica y estéril tan característica de las subjetividades que se construyen gritando detrás de un teclado o disfrazándose para ser “otros” a modo de “cosplayers” aunque sea por un momento.

Es que, se trate de la tribu que se trate, el recurso es el mismo: utilizar este instinto primal para construir un “orden caótico” del cual parece imposible salir, porque, para volver a colocar a la política en el centro, es indispensable una instancia de formación y de reflexión; ¿qué ganas de conocer nuestra historia y nuestras tradiciones políticas va a tener un adolescente que no es convocado por las instituciones educativas más que para hablar de hedonismo, placer y, justamente, cómo queda “súper cool” tener una subjetividad nómade y carente de toda raigambre o toda trascendencia? ¿Qué puede hacer la formación política auténtica con aquel joven que pedalea y se autoexplota pero “es su propio jefe”, y al que las estructuras de protección estatal le son totalmente ajenas, excepto cuando el Estado le impide moverse libremente a menos que se ponga una inyección experimental? Somos átomos pequeñísimos que chocan entre sí, mónadas cerradas conquistadas por una u otra ideología de división. Milei no es más que una consecuencia lógica de esta guerra.

De nada sirve pensar
la decadencia, si no nos proponemos
bajar a la caverna…

¿Cuándo me dí cuenta de manera inexorable de que se estaba orquestando esto? Con las movilizaciones en torno a la Ley del Aborto: dos “bandos” con cientos de miles de personas (fundamental: jóvenes manipulados por la ideología casi como corderos cultores de una fé), defendiendo causas que los conducían al choque, a la imposibilidad de conciliar, ambos enemigos en un mismo sistema social, con el campo mediático y político cargando las armas para la batalla. Me preguntaba por las familias destruidas por este tipo de discusiones, las amistades perdidas, y el efecto que iba a tener esto a futuro: “acá está la guerra civil molecular en todo su esplendor”, me dije a mí mismo. No me equivocaba.

Este progresismo finamente diseñado tiene una consecuencia lógica en el libertarismo que aborrece toda intervención estatal sin detenerse a pensar un segundo en lo que ello implica. Pero ambos polos se tocan, incluso en la figura que ocupará la presidencia: si nos ponemos a analizarla a vuelo de pájaro, es mucho más un exponente de esa subjetividad totalmente rota por dentro (al igual que las militancias de género, ecologistas, etc.), que se ata enfermizamente a los perros, sin familia y con parejas de alquiler por pura cuestión de imagen. Cuadra mucho más con el sujeto lumpenizado, precarizado y onanista que se promociona desde las redes.

Los mecanismos de la política posmoderna hoy son puro experimento: las cosas han quedado tan transparentes a nuestros ojos, es tan evidente la maniobra que a veces nos es muy difícil admitir que grandes masas de población joven ideologizada siguen creyendo en estas rebeliones de pacotilla. Se tiran monserga entre ellos, como manejados a control remoto: libertarios y femiqueers, “la casta tiene miedo”, “las pibas contra el fascista”. Todo funcionando como un relojito mientras las variables económicas se estrellan, el pueblo sigue hambreado, la soberanía se reduce al mínimo para seguir cayendo, y las causas estratégicas de la Nación quedan sepultadas.

En un contexto internacional en el que, repetimos, medio planeta sabe hacia dónde dirigir la mirada cuando le hablan de enemigos, y en el que el decadentismo anglosajón ha decidido férreamente morir matando, es urgente que sigamos insistiendo en formar instancias pedagógicas que salgan a batallar de una manera íntegra, intentando salir por arriba de las contradicciones que nos han diseñado los poderes globales, y, fundamental, pensar que estas subjetividades no son causa sino consecuencia de este estado de cosas. Quienes defendemos la Soberanía como un elemento inseparable del bienestar general del Pueblo y de la Patria, no podemos agarrárnosla con las víctimas. Como lo repetíamos en otro artículo, el problema nunca puede ser el joven, sino el adulto que adoctrina desde sus estrados, sean éstos “libertarios” o “progresistas”. Debemos presentar batalla desde nuestro lugar por el futuro de nuestro pueblo.

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