El cura de Vélez-Málaga
Por Juan Manuel de Prada
Leo sobrecogido las noticias sobre ese cura de Vélez-Málaga, que no contento con vivir amancebado, era ‘solicitante’ que utilizaba el confesionario para seducir a sus feligresas; y que, al parecer, no contento todavía, después de seducirlas las drogaba y sometía a salacidades furtivas. Uno añora aquella Iglesia en que, cuando a un cura lo vencía el rijo, al menos se portaba en la cama como un hombre sanamente constituido. Pero a esta Iglesia que tiene puesto ya un pie en el estribo, con las ansias de la Parusía, le ha sido deparado sufrir las penalidades más vergonzantes, las llagas más purulentas, las infestaciones más malignas… como prueba última para su definitiva purificación.
La Iglesia, «semper reformanda», no admite otra reforma sino la vía ascendente de la purificación; las reformas descendentes vaticanosegundonas que postulaban dulcificación de la disciplina, relajación en la observancia de los votos y progresiva asimilación al mundo han concluido todas en el barro donde se cuecen los satanes más bajos. Sin un impulso sobrenatural ascendente, la Iglesia deja de ser cuerpo místico y se convierte en casa de Troya en la que desfallecen las bases de su comunión, que son la justicia y la caridad.
La justicia exige que un hombre gravemente enfermo como ese sacerdote de Vélez-Málaga jamás hubiese sido aceptado en el orden sacerdotal; pues la justicia debe armarse de todos los instrumentos necesarios para el escrutinio de las vocaciones (y ese escrutinio corresponde, sobre todo, a los obispos, según enseña la etimología de su oficio de supervisores de almas). La caridad, por su parte, exige que un hombre gravemente enfermo como el cura de Vélez-Málaga sea apartado de inmediato de su ministerio y acompañado en su desgracia, sanado a ser posible y, en cualquier caso, muy celosamente vigilado, para impedir que cause daños.
Pero la Iglesia se está convirtiendo en una burocracia ciega e impersonal a rebufo de las delicuescencias mundanas que ha perdido la perspicacia para discernir justamente y la caridad necesaria para corregir y sanar. Y sus obispos parecen cada vez más autómatas devorados por la rutina y atareados en mil pejigueras y mamarrachadas ajenas a su misión, desde la sinodalidad al cambio climático, mientras las ovejas a su cargo se pierden, se despeñan y se hunden en el fango.
En la Iglesia desfallecen la justicia y la caridad; y así los católicos nos parecemos cada vez más a aquella sociedad de hombres extraños entre sí brutalmente descrita por Voltaire, que «entran sin conocerse, viven sin amarse y mueren sin llorarse». Sólo en una sociedad así, sin celo ni amor, hecha rutina o negocio, pueden aparecer casos como el de este cura de Vélez-Málaga o aquel otro del jesuita y artista ful Rupnik. Cuando la Iglesia deja de ser una flecha que sube, ansiosa del Dios, es una flecha que baja, codiciosa del barro. Y es que, como decía con razón san Gregorio Magno, «corruptio optimi, pessima».
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