La marcha Wagner
Por Juan Manuel de Prada
Para entender lo sucedido en Rusia en estos días no conviene leer las paparruchas de las agencias sistémicas, sino las páginas que Hilaire Belloc dedica a desmentir el ‘relato’ sobre la caída del Imperio Romano, que la historiografía oficial ha presentado como una fantasiosa ‘invasión’ de tribus bárbaras. En el Bajo Imperio Romano, el ejército se había convertido en una entidad puramente mercenaria, extraída del elemento más desafortunado de la sociedad. Los ciudadanos romanos querían aferrarse insensatamente a una vida pacífica y muelle, mientras la precaria seguridad de las fronteras se asignaba a los esclavos, muchos de ellos de las regiones más remotas del Imperio, que se alistaban porque, aunque las condiciones eran muy duras, podían disfrutar a cambio de ciertos honores y de una paga que aseguraba el futuro de sus hijos.
La milicia terminó convirtiéndose en un oficio para desheredados, despreciados por la sociedad civil; y no tardó en cundir el descontento en su seno. Quien acaudilló más revueltas militares (algunas fallidas) fue Alarico, un joven noble de sangre goda, pero romano de nacimiento, que reclamó en vano el título de Magister Militum tras alcanzar sonadas victorias. Despechado, sembró la cizaña entre sus hombres, mal pagados y a los que se habían regateado los honores debidos, y marchó sobre Roma, a la sazón gobernada por el flojo Honorio; no para destruir el Imperio, sino para entronizar a un emperador títere.
Prigozhin, aunque igualmente ambicioso, no es, desde luego, el audaz Alarico; y tampoco Putin es el flojo Honorio. Además, la prensa occidental, que había caracterizado a las huestes de Wagner como una patulea de asesinos sanguinarios, pasó de súbito a calificarlas de «heroicas», provocando la inmediata desafección del pueblo ruso hacia la aventura de Prigozhin. Pero el telón de fondo de esta fallida marcha es el mismo en el que se desenvolvían las primeras revueltas militares del Bajo Imperio Romano. Cuando Putin decretó la guerra en suelo ucraniano a las fuerzas otanistas bajo el eufemismo de «operación militar especial» cometió el mismo error que cometieron aquellos emperadores romanos que pretendían que los ciudadanos romanos mantuviesen la vida pacífica y muelle de antaño, mientras los desheredados derramaban su sangre en los confines del Imperio.
Putin invoca con frecuencia, para mantener la moral, la «guerra patriótica» que aplastó al ejército más poderoso del mundo; pero aquella guerra la libró todo el pueblo ruso, que entregó su sangre solidariamente. No se puede pretender ganar una guerra feroz contra el poderío militar otanista disfrazándola ante la población de quirúrgica «operación especial» que no alterará su vida y asignando las misiones más arriesgadas a las milicias del Donbass, a los mercenarios Wagner o las tropas de asalto chechenas, mientras los pijos de Moscú y San Petersburgo bailan en la discoteca. Basta leer a Belloc para entender lo sucedido.
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