Por Marcelo Ramírez*
Occidente, sin lugar a dudas, tiene una enorme ventaja sobre sus adversarios y es la generación y control del “sentido común”, es decir, la capacidad de fijar en las sociedades qué es lo mejor y lo peor, qué es lo que está bien y lo que está mal. Complejos mecanismos de propaganda en la industria del entretenimiento, en la cultural y educativa, le han permitido influir en el pensamiento de las masas y desde allí presionar sobre las estructuras políticas y legales de las naciones.
El dólar y las armas complementan esa trilogía en la cual se apoya el predominio del atlantismo a lo largo del siglo XX y del presente. Las tres se relacionan íntimamente; sin la internacionalización del dólar resultaría imposible sufragar los gastos ocasionados por las otras dos patas de este trípode que sostiene el poder. Sin embargo, el dólar consiguió su posición respaldada en las armas, y la propaganda ha sido clave para que unos pocos millones de anglosajones hayan conseguido subordinar a los miles de millones que no lo son.
Si las grandes mayorías mundiales no toman conciencia de la situación y sobre cómo son condicionadas por la minoría anglosajona, es altamente complejo poder cambiar esa subordinación. Una parte fundamental de ese control ha sido instalar la idea del “mundo libre” que lucha contra tiranías que pululan por el planeta. “La tierra de la libertad” donde todos los que se esfuerzan prosperan, es una de las ideas centrales que se han posicionado en EEUU, pero así también en el resto de Occidente, e inclusive en buena parte del mundo no occidental. La alta calificación moral entonces legitima las acciones de intervención. Es natural que el “mundo libre” tenga el patrimonio de la “democracia” como así también el deber sagrado de llevar esos atributos al resto del mundo.
Una acción cuasi religiosa, el “mundo libre” tiene el deber de rescatar al resto del mundo, un lugar cubierto de tinieblas, a partir de ser los portadores de la luz que ilumina. La democracia, entonces, se transforma en una herramienta sacrosanta e impoluta que no puede ser cuestionada. No importan sus errores o que con el paso de las décadas no aporte soluciones, la pobreza crezca y sobre todo, las desigualdades se hagan cada vez más palpables. La democracia, entendiendo por ello el sistema donde la sociedad en su conjunto elige delegados que gobernarán en su nombre periódicamente, se ha edificado entonces como un fin en sí mismo. Ya no es una herramienta de gobierno utilizada para mejorar las condiciones de vida, sino que se transforma en un objetivo en sí misma.
Occidente derrotó a la URSS llevando la democracia, invadió Irak para llevar la democracia, permaneció dos décadas en Afganistán para llevarles la democracia. ¿Vale tanto esfuerzo en vidas y dineros propios? Seguramente sí, dirán sus adláteres, es la nueva religión . No obstante, la democracia como idea abstracta comienza a flaquear cuando una república islámica, una comunista con características especiales o una democracia “autoritaria” desafían la retórica oficial y deciden que su propio camino es tan válido como el atlantista. El ejemplo de luz occidental comienza a titilar, ya no es tan sólida su iluminación y comienza a ponerse en duda.
Occidente denota sus limitaciones cuando esta democracia desnuda su realidad basada en el poder del dinero y en las influencias. El propio corazón del sistema es asaltado por un extraño que tensa sus formas. Donald Trump llega al poder intentando que EE. UU. deje de cumplir ese papel de gendarme mundial que garantiza a fuerza de cañonazos la libertad y la democracia. Sus políticas, que además cuestionan el ideario democrático occidental basado en las ideas de género, el ambientalismo, la racialidad y otras políticas universitarias y “oenegeístas”, contrarían los negocios y el plan maestro de un gobierno corporativo mundial que ordene el mundo según sus intereses. El derrumbe de los mega tratados internacionales globales trastoca el plan inicial, las llamadas al nacionalismo económico y las denuncias de corporaciones, influyendo decisivamente en organismos internacionales y algunos gobiernos, resultan demasiado para la pátina democrática que cubre a la plutocracia real atlantista.
Vemos entonces el desconcierto a través del impulso de medidas inéditas como la de suspender las cuentas en redes y hasta la transmisión en directo de discursos del propio presidente de los EEUU. La verdadera naturaleza asoma a la vista de todos, los que la quieran ver. La democracia, es decir, ese ritual de votar periódicamente, cae por su propio peso cuando en las naciones que importan, el ganador no es el esperado. Si bien una vez fue tolerable a regañadientes y con la recepción de masivas protestas de incautos militantes del progresismo y de la claudicante izquierda remanente post caída soviética, una reelección es demasiado porque el daño puede ser irremediable.
Una elección fraudulenta, la negación de la transparencia en el recuento, junto a la feroz campaña de prensa y las represalias de las redes sociales, todo apoyado por los influenciadores mediáticos, exhiben con crudeza la realidad del sistema. Es imposible de ocultarles a las masas empobrecidas que el sistema democrático es importante y sagrado, siempre y cuando gane el que debe ganar. Desde siempre existieron controles para garantizar que no se filtren en el sistema elementos molestos. La necesidad de contar con mucho dinero para una campaña electoral, los ataques de la prensa y la acción como último recurso de la Justicia garantizaban a los poderosos del Estado Profundo que no acceda al poder limitado, porque no es, más que eso, un advenedizo peligroso.
La clase política en su conjunto se ha ido desprestigiando en Occidente. La decadencia económica, las desigualdades e Internet, que permite el intercambio, aunque con limitaciones, de ideas peligrosas para el poder entre seres de distintos puntos, ha construido una dinámica política que sacude los cimientos de una realidad de Occidente que se agrieta. Dirigencias mediocres, banales, ignorantes y exhibicionistas forman una combinación peligrosa que aún pese a todos los controles, posibilita que sucedan cosas inesperadas.
La elección de Jair Bolsonaro en Brasil es un ejemplo importante sobre como el desalineamiento resulta intolerable para el poder. Un diputado de ideas nacionalistas originales, pero dispuesto a adoptar las mismas políticas económicas neoliberales, también desnudó la hipocresía del sistema. Bolsonaro y sus ideas de familia tradicional y nacionalismo retórico no son compatibles con el modelo que el atlantismo impulsa. No alcanza con la cuestión económica, se necesita la subordinación a otras ideas que la propia izquierda ha aceptado con pragmatismo. La revolución y la disidencia hoy se expresan exclusivamente con las cuestiones de género e ideas afines, el resto simplemente no tienen cabida. Bolsonaro tiene una base social que le impide abrazar esas ideas como ha hecho su propio opositor Lula, y, por lo tanto, no ha podido despegarse de esas políticas iniciales que lo han llevado al poder. Tan profunda es la presión que Bolsonaro debió cambiar su alianza internacional con EEUU e Israel hacia Rusia y su grupo de amigos. Los EEUU, una vez ya recuperados por el globalismo, a un costo de desprestigio alto, reclaman sumisión completa, sin versiones tercermundistas de sus políticas. La maquinaria de desgaste aceleró sus ritmos, utilizando prensa, entretenimiento, influenciadores y academias para el ataque.
Cuatro años de asedio y una pandemia en medio, no consiguieron quebrar al odioso enemigo tradicionalista. La sociedad brasileña no ha entendido que por su bien debe abrazar las políticas de la agenda 2030, e insiste en sostener al poco democrático personaje. Una paradoja; es popular y mayoritario aún con todo el sistema en contra, pero aún se lo señala como no democrático. Occidente, ya sabemos, se atribuye la potestad de bendecir como “democrático” solo a sus elegidos, y Bolsonaro definitivamente no lo es, aun si privatizara todo Brasil, no lo es ni lo será porque tiene una falla de origen en su base de tradiciones que resulta intolerable.
La izquierda y el progresismo han debido entonces desnudarse públicamente, es una situación de emergencia y deben responder a quienes durante años los han sostenido. Una vez agotada la credibilidad de los medios tradicionales, bastardeada la tarea educadora a fuerza de imposiciones de género a los estudiantes, se necesita apelar a un poder que sea menos expuesto a la voluntad popular de las votaciones, aunque la misma sea bastante pobre, según estamos viendo. Bolsonaro llegó a la presidencia por las fake news, un neologismo que pretende darle un estatus especial a la calumnia y a la mentira de siempre. En un desborde de ingenuidad malintencionada, desde esa posición desconocen las causas reales de la victoria de Bolsonaro, que no son otras que la corrupción sistémica, la falta de interés en la sociedad, la imposición de ideas extravagantes y resistidas junto a un ajuste económico. Lula y el PT, en una alianza de partidos pro sistema alineados “por izquierda”, ignoran la realidad y siembran un problema que a futuro les jugará en contra, como ya les sucedió en algunas oportunidades.
La campaña entonces se ve inundada de denuncias a la Justicia. El TSE (Tribunal Supremo Electoral) presidido por el polémico, para ser moderado, juez Alexandre de Moraes, ha venido cada vez más entremetiéndose en la elección determinando muchas cuestiones claves como la forma de contabilizar el voto o que se puede decir y que no. El encarcelamiento, entre otras sanciones, a quienes manifiestan posiciones políticas que no son del agrado del TSE, simplemente son perseguidos e impedidos de manifestar como desean.
La estrella de su actuación hoy es la redistribución de espacios electorales en función de como el TSE determine que es verdad y que es mentira. Es decir, qué es cierto y, por lo tanto, publicable, y qué es “fake news”.
Este control, esta verdadera censura camuflada como “verificación independiente” de los hechos, ya era la herramienta que utilizaba el poder mediático y de redes para decidir que se podía publicar y que no. Los fact checks fueron implementados por el propio andamiaje comunicacional para atribuirse la portación de la verdad y desde allí combatir con alguna posibilidad de éxito a las personas que en forma independiente usan canales en redes sociales para traer noticias o realizar análisis que escapan al control y gusto del Poder. El resultado es más que obvio, el abuso y la parcialidad destruyeron la ya cuestionada inicialmente credibilidad de estos verificadores, y sus acciones poco significan en la vida real de las personas.
No pudiendo entonces controlar y canalizar el debate como desearían, y ante el apremio de la presión de Rusia como desafío al globalismo, han optado por emplear a las fuerzas de izquierda y al progresismo bajo su influjo para conseguir judicializar la política, y desde allí controlar las medidas reales a implementarse. Vemos entonces como en distintos países, la izquierda y el progresismo repiten con ahínco la cuestión de las “fake news”, como si fuera algo nuevo en la historia, llamando a establecer mecanismos de control para que eso no suceda.
Hasta la fecha la humanidad no ha encontrado la fórmula de poder certificar qué es cierto o no en un análisis político o en las múltiples formas de interpretar una noticia. Solo aquellas muy burdas pueden ser interferidas, pero no es necesario porque su propia naturaleza absurda las hace poco creíbles para quienes tienen interés, y aquellos que las creen, lo hacen simplemente porque su posición ya ha sido tomada y no les interesa cambiarla, buscando solo un sesgo de reafirmación en las noticias. No hay forma de certificar, y menos en tiempos cortos, la veracidad o mala intención de una publicación. Un proceso judicial en caso de calumnias graves lleva años, por lo tanto, lo que ahora decide el TSE es simplemente administrar la censura a la carta. La izquierda, entonces, ante la impotencia de conseguir apoyos populares a sus ideas, y con la obcecación de no cambiar políticas impopulares y resistidas como las de género, se suma a la denuncia sistemática.
La denuncia generalizada termina por producir el efecto buscado por el poder real, habilitar como un jugador político más a la Justicia. Como todos sabemos, la Justicia independiente no existe y por algo los EEUU, de la mano de sus controladores globalistas han utilizado fundaciones, ONG y organizaciones estatales para “educar” a jueces, fiscales y todo aquel que tenga alguna importancia en el ámbito de la Justicia. No sabemos si es por complicidad o por ignorancia, tal vez un poco de ambas, estos sectores han favorecido que la Justicia sea llamada a resolver asuntos que deberían resolverse políticamente. El detalle no menor es que la Justicia no es un partido más y sus decisiones son inapelables, difíciles de controlar popularmente y al servicio del Departamento de Estado de los EE. UU., que pacientemente durante décadas ha “formado” a quienes deben actuar ahora.
Esta política de denuncias que judicialicen la política han sido impulsadas como es natural pero resistidas por la izquierda. Claro, cuando la izquierda era izquierda, y con todos sus defectos, acusaban y cuestionaba el sistema. Hoy la izquierda es lo que vemos, una versión descafeinada y dócil a los poderes económicos que cuando no consigue sus propósitos con la democracia formal, los impone por la fuerza de la Justicia, cuyo auxiliar es quien ahora la habilita como actor político.
Un muy mal precedente están sentando los progresismos e izquierdas con su actitud, simplemente han vendido una herramienta, aunque precaria y llena de defectos, que tenían a su alcance como eran las elecciones. Judicializar las mismas y la vida política es un gran error que se suma a una cadena de desaciertos. Que de tantos y tan variados, pero todos en una misma dirección, no parecen casuales o por ignorancia, sino simplemente inducidos para que el sistema siga sosteniendo todo el tiempo posible a un régimen moribundo como es el que gobierna Occidente y su periferia.
*Marcelo Ramírez es analista en Geopolítica y director de AsiaTV
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