Por Javier Torres
El escritor Jacobo Bergareche ha relatado el desagradabilísimo episodio sufrido recientemente junto a su hija durante unas charlas sobre coeducación —Dios sabrá qué demonios significa— organizadas por el Ministerio de Igualdad en Avilés. Allí, delante de todos, su hija, de apenas 19 años, tomó la palabra y dijo —a preguntas de su padre— que la sobrerrepresentación de las mujeres en carreras como Psicología, Medicina o Educación Infantil se podría deber a que de manera ancestral las mujeres tienen una inclinación hacia los cuidados.
Después, preguntada por el auge conservador entre los jóvenes, la chica explicó que en los últimos años el feminismo había perdido su foco y se había enredado en debates como definir masculinidades alternativas y deseables y decir a hombres y mujeres cómo debían ser. La histeria invadió el recinto, se sucedieron los gritos mientras la presentadora, Luján Argüelles, no hizo nada por evitar el linchamiento. Es más, acusó a la niña de haber recibido una educación sesgada. Entre todos, especialmente la presentadora —sostiene Bergareche—, hicieron llorar a la joven.
A ese ambiente de señalamiento y violencia ha contribuido Errejón, que echó los dientes en el soviet de Somosaguas prometiendo revoluciones con Pablo Iglesias y practicando la gimnasia revolucionaria. Rosa Díez los sufrió cuando le montaron un escrache en la mismísima Complutense. Los acosadores lograron cancelar el acto y Díez abandonó la universidad con un ataque de nervios.
Años después esa misma izquierda se superó en vileza: rodeó e insultó a una mujer embarazada a pocos días de dar a luz. La víctima fue Begoña Villacís, que soportó a una turba comandada por una candidata de Podemos, Alejandra Jacinto, en la colina de San Isidro.
Pero al tiempo que mostraba su lado más violento, la izquierda lucía ropajes posmodernos como el cuidado por la salud mental, el medioambiente y, cómo no, el feminismo. Las mujeres. Ellas. Nosotras. Hermana, yo sí te creo. Ahí aparecían, con suerte desigual, los machos alfa Íñigo y Pablo, para abanderar una causa que, a los hechos nos remitimos, niega la condición de mujer a la hija de Jacobo Bergareche, Rosa Díez o Begoña Villacís. Es decir, no les interesa la mujer con nombre, apellidos y problemas concretos, sino la mujer como abstracción, como palanca revolucionaria con la que empuñar las consignas para someter al enemigo: el varón.
He aquí a Errejón, hombre a menos que mañana se sienta mujer, que ahora prueba el amargor del repudio y el señalamiento que él mismo ha contribuido a generar. Entre otras cosas, por su apoyo a la ley de violencia de género que todos los partidos defienden por más que acabe con la presunción de inocencia del varón y contemple diferentes penas en función del sexo. Ellos, todos ellos, han liquidado algo tan elemental como la igualdad ante la ley y discutirlo es machista, que es como llamaron a Alfonso Guerra cuando desveló que un magistrado del Constitucional le confesó que validaron la ley por las presiones recibidas.
La revolución feminista devora a sus hijos y Errejón se marcha en medio de una caza de brujas que otros sufrieron antes que él, que siempre ha defendido que las denuncias falsas no existen, que todo es cosa de la derecha fanática cuyo trabajo es criminalizar a las mujeres. Él sabrá si es culpable o inocente y un juez lo dictaminará si las denuncias pasan de las redes sociales a los tribunales.
Cabe preguntarse cómo se ha generado este ambiente tóxico, si el «machete al machote» y la «guerra al amor romántico» han construido una sociedad mejor. Si censurar los cuentos clásicos, perseguir la caballerosidad y las viejas costumbres han merecido la pena. Hoy vemos los resultados. Sería hipócrita mirar hacia otro lado como hace una izquierda que, como advierte Nicolás Gómez Dávila, pone tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias.
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