Recordamos al Padre Leonardo Castellani, en el aniversario de su nacimiento con uno de sus tantos escritos que invitan a la reflexión y, como siempre, al despertar del espíritu. Sacerdote, filósofo, teólogo, ensayista, novelista, periodista y polemista, Leonardo Luis Castellani Contepomi, nacía en Reconquista (Santa Fe, Argentina) un 16 de noviembre de 1899.
Padre Leonardo Castellani: Cristo y los Fariseos
“Dios necesita poner a alguien de blanco a quien odien los fariseos, para que el ‘odio a Dios’ latente que los afecta salga afuera en forma de ‘odio deicida’ al prójimo: odio a lo santo, lo virtuoso o lo natural excelente que hay en él. Dios ‘fija el absceso’, como dicen los médicos, y hace volverse visible al pus en orden a la curación —que empero es imposible o casi imposible”.
Aquí la presentación del libro realizada por el propio autor:
Toda la biografía de Jesús de Nazareth como hombre se puede resumir en esta fórmula: “Fue el Mesías y luchó contra los Fariseos» —o quizá más brevemente todavía: “Luchó contra los Fariseos”.
Ese fue el trabajo que personalmente se asignó Cristo: su campaña.
Todas las biografías de Cristo que conocemos construyen su vida sobre otra fórmula: “Fue el Hijo de Dios, predicó el Reino de Dios y confirmó su prédica con milagros y profecías…” Sí; pero ¿y su muerte? Esta fórmula amputa su muerte, que fue el acto más importante de su vida…
Son biografías más apologéticas que biográficas; Luis Veuillot, Grandmaison, Ricciotti, Lebreton, Papini, Mauriac… El drama de Cristo queda así escamoteado. La vida de Cristo no fue un idilio ni una elegía sino un drama: no hay drama sin antagonista. El antagonista de Cristo, en apariencia vencedor, fue el fariseísmo.
Sin el fariseísmo toda la historia de Cristo hubiera cambiado; y también la del mundo entero. Su Iglesia no hubiese sido como es ahora y el universo hubiese seguido otro derrotero, enteramente inimaginable para nosotros, con Israel cabeza del pueblo de Dios y no deicida y disperso.
Sin el fariseísmo, Cristo no hubiera muerto en la cruz; pero sin el fariseísmo la Humanidad caída no fuera esta Humanidad, ni la religión religión. El fariseísmo es el gusano de la religión; y después de la caída del Primer Hombre es un gusano ineludible, pues no hay en esta mortal vida fruta sin su gusano, ni institución sin su corrupción específica.
Es la soberbia religiosa: es la corrupción más sutil y peligrosa de la verdad más grande: la verdad de que los valores religiosos son los primeros. Pero en el momento en que nos los adjudicamos, los perdemos; en el momento en que hacemos nuestro lo que es de Dios, deja de ser de nadie, si es que no deviene propiedad del diablo. El gesto religioso, cuando se toma conciencia de él, se vuelve mueca. Los grandes gestos de los santos no son autoconscientes, es decir, son auténticos, es decir, son divinos: «padecen a Dios» y obran en cierto modo como divinos autómatas, como obran los enamorados; sin «autosentirse»; como dicen ahora.
Entiéndanme: no les niego la libertad ni la conciencia ni la reflexión; establezco simplemente «la primacía del objeto», que en lo religioso «es un objeto trascendente»; —la primacía sobre la práctica de la contemplación, sobre la voluntad del intelecto —o como dirían ahora, de la Imagen.
El fariseo es el hombre de la práctica y de la voluntad, es decir, el Gran Casuista y el Gran Observante.
Se han hecho innúmeros retratos «externos» del Fariseo. El mejor está en los Evangelios. Allí el fariseo no solamente es descrito por Cristo, sino que actúa y se mueve contra Cristo. La acción subterránea que desemboca en el crimen máximo irrumpe en tacurúes, durante su camino, como las bocas de un hormiguero, como los cráteres de un forúnculo, dejando señalada su dirección psicológica, aunque sin patentizarse en sí misma, porque el alma del fariseo es tenebrosa. Un fariseo no puede escribir su autorretrato.
No se ha escrito ni se puede escribir. El pobre Tartufo de Moliere, es un infeliz, un estúpido, un bribón vulgar y silvestre que lleva un transparente antifaz de devoto. Pero el fariseo verdadero no lleva antifaz; es todo él un antifaz. Su natura se ha vuelto máscara, miente con toda naturalidad pues ha comenzado por mentirse a sí mismo. Lo que él simula, que es la santidad; y lo que él es, el egoísmo, se han amalgamado; se han fundido y se han hecho un espantoso veneno que de suyo no tiene antídoto alguno. Glicerina más ácido nítrico igual dinamita.
El destino de Jesús de Nazareth era chocar con el fariseísmo; y, una vez producido el choque, la lucha hasta la muerte sigue inevitable. Este drama tiene el determinismo riguroso de todo buen drama. El sino del que se dio como misión: «las ovejas que perecieron de la casa de Israel» era topar con la causa del perecimiento de Israel, a saber, con los falsos pastores, con los lobos vestidos de pastores, los de la zamarra de piel de oveja.
La humanidad no ha presenciado otro conflicto más agudo, peligroso y trágico: la religión viva ha de vivir dentro de la religión desecada Sin desecarse ni dejar de ser lo que es, como un golpe de savia que debe moverse a través de un tronco vuelto corteza. Este fue el difícil y delicado trabajo de Cristo.
La catedra de Moisés sigue siendo la catedra de Moisés. Hay que hacer lo que dicen los sentados en ella sin hacer lo que hacen; y decir una cantidad de cosas que ellos callan, y que deben decirse, y que los harán saltar como víboras: “dar testimonio de la verdad”. Eso hay que hacerlo; y no omitir lo otro.
Este trabajo espinoso desgarra y hace visible por dentro el Corazón de Cristo. ¿Cómo podemos ser devotos del Corazón de Jesús sin conocerlo? ¿Y cómo conocerlo sin entrar en él? Hoy día hay gentes que hacen fiestas al Corazón de Jesús y no tienen corazón.
Así pues, el hilo conductor que une todos los actos de Cristo, define su carácter y descubre su Corazón es su tremendo enfrentarse con los pervertidores de la religión. El conflicto religioso estalla en el momento en que Cristo hace su primer acto de público predicante y profeta en Caná de Galilea. «¿Qué es esto?» —dicen los aprovechadores de la religión. «¿Qué hace Éste?» Ya habían sido alertados por la predicación vociferante de Juan el Bautista. Éste acababa de ser autorizado y proclamado por Aquél.
Es sintomático que el rudo penitente de Makerón haya recibido la muerte de un sensual, mas Cristo haya sido llevado a ella por puritanos. Es cien veces peor el fariseísmo que los demás vicios, como notó el mismo Cristo. El fariseísmo es un vicio espiritual, es decir diabólico, pues las corrupciones del espíritu son peores que las corrupciones de la carne. Ésta es un compendio de todos los vicios espirituales, avaricia, ambición, vanagloria, orgullo, obcecación, dureza de corazón, crueldad, que ha llegado a vaciar por dentro diabólicamente las tres virtudes teologales, constituyendo así el «pecado contra el Espíritu Santo». “Vosotros sois hijos del diablo y el diablo es vuestro padre».
Las desviaciones de la carne son corrupciones; pero las desviaciones del espíritu son perversión. El Gran Incesto es copular consigo mismo, hacerse Dios. Eso es lo que hizo el Diablo en el principio, el Gran Homicida.
Pecado contra el Espíritu Santo. ¿Por qué? Porque el Espíritu es el Amor que une el Padre y el Hijo, el Amor que saca al hombre de sí mismo y lo lleva a Dios. Así éste es el pecado que no tiene cura posible, porque el que tiene el amor tuerce sus acciones todas y tuerce aquello que destuerce todo lo torcido. Desvirtúa «il Primo Amore”, como lo llama el Dante.
Al verse a sí mismo divino, todas las acciones del fariseo quedan para él divinizadas. No hay punta tan aguda que pueda penetrar esa cota de malla, esas escamas más apretadas que las de Behemot; ni la misma Palabra de Dios, que es espada de dos filos. ¡La Palabra de Dios justamente ha sido laminada para esta coraza! ¡Los fariseos de Cristo la llevaban encima, en fimbrias, vinchas, orlas, estolas y filacterias!
«Los calzados —decía San Juan de Yepes de los de su tiempo— están tocados del vicio de la ambición, y así todo lo que hacen lo coloran y tiñen de bien; de manera que son incorregibles…» La ambición en los religiosos, que se les vuelve a veces una pasión más fuerte que la lujuria en los seglares, es una de las partes más finas del fariseísmo: “Amar los primeros puestos, amar el vano honor que dan los hombres«.
Pero la flor del fariseísmo es la crueldad: la crueldad solapada, cautelosa, lenta, prudente y subterránea, “el dar la muerte creyendo hacer obsequio a Dios.» El fariseísmo es esencialmente homicida y deicida. Da muerte a un hombre por lo que hay en él de Dios.
Instintivamente, con más certidumbre y rapidez que el lebrel huele la liebre, el fariseo huele y odia la religiosidad verdadera. Es el contrario de ella, y los contrarios se conocen. Siente cierto que, si él no la mata, ella lo matará.
Desde ese momento, el que lleva en sí la religiosidad interna sabe que todo cuanto haga será malo, todos sus actos serán criminosos. La Escritura en sus labios será blasfemia, la verdad será sacrilegio, los milagros serán obras de magia; ¡y guay de él si, en un momento de justa indignación, recurre virilmente a la violencia, aunque no haga más daño que unos zurriagazos y derribo de mesas! Su muerte está decretada.
Y todo este drama se desenvuelve en el silencio, en la oscuridad, por medio de tapujos y complicadas combinaciones. La muerte ilegal, cruel e inicua de un hombre se resuelve en reuniones donde se invoca a la Ley con los textos en la mano, en graves cónclaves religiosos, diálogos, frases donde casi no habla más que la Sagrada Escritura y se usan las palabras más sacras que existen sobre la tierra. —»En verdad os digo que, si un muerto resucitado viniese a deponer, no lo creeríais».
Y todos los medios son buenos con tal que sean sigilosos: la calumnia, el soborno, el dolo, la tergiversación, el falso testimonio, la amenaza. Caifás mato a Cristo con un resumen de la profecía de Isaías y con el dogma de la Redención. «¿Acaso no es conveniente que por la salud de todo un pueblo muera un hombre?»
El drama de Cristo fue este. Así murió el Salvador. Toda su mansedumbre, toda su dulzura, toda su docilidad, sus beneficios, su prudencia, su elocuencia, sus ruegos, sus lágrimas, sus escapadas, sus avisos, sus imprecaciones, sus amenazas proféticas, su talento artístico, su sangre, su muda imploración de Eccehomo habían de estrellarse contra el corazón del fariseo, más duro que las piedras; de las cuales es posible hacer hijos de Abraham más fácilmente que de quienes se creen salvados por el hecho de llevar sangre de Abraham.
Es el drama de Cristo y de su Iglesia. Si en el curso de los siglos una masa enorme de dolores y aun de sangre no hubiese sido rendida por otros cristos en la resistencia al fariseo, la Iglesia hoy no subsistiría. El fariseísmo es el mal más grande que existe sobre la tierra. No habría Comunismo en el mundo si no hubiese fariseísmo en la religión; de acuerdo a lo que dijo San Pablo: «Oportet hæreses ese…”
Y al final será peor. En los últimos tiempos el fariseísmo triunfante exigirá para su remedio la conflagración total del universo y el descenso en persona del Hijo del Hombre, después de haber devorado insaciablemente innúmeras vidas de hombres.
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