Sí es sí
Por Juan Manuel de Prada
La derecha española, siempre tan ingenua y testicular, tan ridícula y cerrilmente anclada en categorías obsoletas, está convencida de que la llamada ‘ley del sí es sí’ es un bodrio jurídico aliñado por una jarca de mentecatos (y mentecatas) que, en su inepcia presuntuosa, han hecho un pan como unas tortas, provocando una imprevista riada de excarcelaciones de violadores y pederastas. La derecha española piensa grotescamente que la izquierda caniche son las escurrajas de un comunismo perrofláutico y chapucero, que malgasta el dinero público en ocurrencias grotescas y chorradas inanes, antes de volver al puesto de penene o cajera de supermercado.
La llamada ‘ley del sí es sí’ no es un bodrio jurídico aliñado por ignaros. La llamada ‘ley del sí es sí’ es un artefacto confeccionado para promover la sociedad (o dicho, más exactamente, la disociedad) que conviene al reinado plutocrático mundial. Pues lo que esta ley pretende es borrar los contornos de la figura del delincuente sexual, convirtiendo a todos los hombres en delincuentes sexuales en potencia. Sacando de la cárcel a los depredadores auténticos, se crea un clima de psicosis colectiva que luego la izquierda caniche podrá rentabilizar, aduciendo que los hombres son constitutivamente depredadores y que las mujeres son víctimas de un machismo estructural y endémico. Así, a la vez que se azuza el odio entre los sexos, se pueden destinar fondos ingentes para la ingeniería social (formación de ‘nuevas masculinidades’, etcétera) que aseguren esa sociedad infecunda y a la greña que necesita el reinado plutocrático mundial para imponerse. Además, al liberar a los pederastas, se contribuye de paso a ‘normalizar’ las perversiones más aberrantes. Y, por supuesto, se incrementa la presión sobre los jueces, que ante las masas cretinizadas serán los responsables últimos de que los violadores estén en la calle.
A la postre, la llamada ‘ley del sí es sí’ persigue el mismo fin que la suplantación del delito de sedición por un difuso «desorden público agravado», que a la vez que criminaliza el tumulto callejero trivializa la alta traición. Pues de lo que se trata es de subvertir la sociedad, convirtiéndola en un infernal campo de Agramante, donde la ley ampara al criminal y oprime al inocente. Cicerón lo explicaba, con su brillante elocuencia, en su discurso contra Verres: «Los pueblos en decadencia, cuando desesperan de todo, suelen presentar estos síntomas de su desastrado fin: a los condenados se les reintegra en sus bienes y derechos, los presos recobran la libertad, vuelven los desterrados y se anulan las sentencias. Cuando tales cosas ocurren, nadie deja de comprender que la república perece, y donde suceden, nadie conserva esperanza alguna de salvación». Pero nuestra derecha testicular e ingenua prefiere pensar que la izquierda caniche es una panda de comunistas perrofláuticos que acabarán de penenes y cajeras de supermercado, porque el sacrosanto Régimen del 78 acabará expulsándolos de su seno.
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