Por Diego Chiaramoni
Las primeras luces del día ganaron ya el cielo de Buenos Aires y el canto monótono de las chicharras preludiando una jornada agobiante, me traen los ecos de una infancia feliz. Sentado frente al ordenador (¡cuánto admiro a aquellos columnistas que ensayaban sus “solos” de Olivetti!), escribo así, a mano alzada, sin más propósito que esbozar los trazos necesarios para aclarar la mirada sobre aquello que Ortega llamó “hemiplejía moral” refiriéndose a la bipolaridad ideológica en las concepciones políticas. La sentencia resuena en nuestro inconsciente de puro trillada: “Ser de izquierda es como ser de derecha, una de las infinitas maneras que un hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral”.[1] Es verdad, la mirada diagnóstica de Ortega es lúcida, siempre y cuando no se justifique con ella una simple neutralidad ajena al compromiso político.
En los antiguos cuadernos de “formación justicialista”, aquí, en Argentina, hallamos un cuadro a dos entradas con una notable síntesis sobre los vicios de cada una de estas ideologías. Lo hemos dicho alguna vez, la ideología lleva incoada siempre una voluntad de poder. La ideología sustrae la capacidad de pensar y entrega a sus acólitos, un mundo ya interpretado. Basta una adhesión de la voluntad para pagar el precio de la miopía de la propia inteligencia.
En aquel cuadro a dos entradas, observamos los caracteres actitudinales de las izquierdas y las derechas, veamos:
- El hombre de izquierda desprecia el pasado; ignora quienes son sus padres. Quiere la justicia por medio de la injusticia.
- En el mejor de los casos es un soñador; generalmente es un resentido.
- Su virtud es el ardor; su vicio, la envidia.
La impronta ideológica de la izquierda queda retratada con ironía y lucidez. Es verdad, para la izquierda, la tradición es lastre y la autoridad represión. Para imponer su orden se alimenta del desorden que siempre es aliado perfecto de la injusticia. La izquierda tiene mucho de adolescentismo tardío. En la primera juventud es comprensible su afán reivindicatorio, en la madurez, es necedad. Es verdad que su proselitismo es apostolado, pero el resentimiento que siempre envidia aquello que por impotencia jamás alcanza, es su principio motivacional.
¿Y desde el otro perfil ideológico, qué? Veamos:
- El hombre de derecha teme la miseria y el desorden; pero es insensible ante la injusticia.
- En el mejor de los casos es un aristócrata; generalmente es un egoísta.
- Su virtud es el pudor; su vicio el fariseísmo.
La forma mentis de la derecha también queda expuesta en una radiografía perspicaz. La derecha busca el orden, pero a menudo olvida dos virtudes capitales de la conducción política, a saber: la táctica inteligente y la caridad. La aristocracia, entendida como elevación del espíritu suele ser su deseo, pero en la experiencia fáctica, culmina por lo general en oligarquía. El bien común, fundamento del quehacer político, se distorsiona y se trasunta en bien particular del núcleo que ostenta el poder.
Ahora bien, lo notable es que más allá de estas divergencias (en lógica hemos aprendido que una cosa es ser “contrarios” y otra “contradictorios”), ambas líneas ideológicas comulgan en un punto en común: unos por querer ver demasiado y otros por resistirse a ver, ni el hombre de izquierda ni el hombre de derecha están a la altura de su tiempo.
Esta conclusión, a la luz de la situación geopolítica que presenciamos, es exacta. Cuesta creer que los nuevos “politólogos” y ese clan llamado “periodismo independiente” (en rigor de verdad son los nuevos paniaguados del sistema), sigan leyendo las políticas nacionales e internacionales bajo esa mirada sesgada de “izquierdas” y “derechas”, bastones blancos conceptuales, términos fetiches siempre a mano para amortiguar la ceguera.
No creo que sea tibieza o extravío gozar a un tiempo con Miguel Hernández y José María Pemán. Con enorme placer me hubiese gustado hacer un corralito de silencio en una de las mesas del Café Gijón de Madrid para aspirar el clima ideológico de aquella España de posguerra, por ejemplo, pero sería sólo un deseo animado por mis afanes literarios. Paco Umbral pinta así aquel escenario:
“Aquella tertulia era un poco el rompecabezas de España, el único sitio donde se había conseguido el difícil equilibrio nacional, la reconciliación de las dos Españas en torno de una jarra de agua, y el que venía de las cárceles de Franco le llenaba el vaso al que venía de los cuarteles triunfales y el que vestía la ropa bien planchada de los Ministerios le ofrecía lumbre al que fumaba el tabaco callejero de los perseguidos”.[2]
Hoy, la jarra de agua ha quedado vacía, los poetas se han ido y mientras la derecha vive ajena al latido del pueblo profundo, la izquierda es el principal alfil de las causas financiadas por los dueños del mundo, los adoradores del dios Mamón.
Hoy, ya no es izquierdas y derechas, sino identidad o globalismo, o la sólida autoafirmación o la licuación de la esencia en la totalidad amorfa. En Argentina, a esa rebeldía a ser carne de cañón de ambos polos ideológicos lo llamamos “Tercera Posición”. Es hora de aprender a leer y ser consecuentes con aquello que nos pide nuestro tiempo. Es la hora de los nuevos desvelados, simple y llanamente por aquello de “quien no siembre conmigo, desparrama”.
[1] J. Ortega y Gasset. Prólogo a la Edición Francesa de La Rebelión de las masas (1937).
[2] F. Umbral. La noche que llegué al Café Gijón. Ed. Destino, Barcelona, 1977: p.22
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