Nada más natural que una época inmoral como la nuestra apenas pueda brindar genios – Por Juan Manuel de Prada

Por Juan Manuel de Prada

Advertíamos hace unas semanas contra esa creencia mentecata que pretende que hoy somos más inteligentes que nuestros antepasados de hace cien o mil años; aunque, desde luego, incurriríamos en una mentecatez semejante si concluyéramos que somos menos inteligentes. Sin embargo, no logramos sacudirnos la penosa impresión de que nuestra época no brinda genios comparables a los que brindaron épocas pretéritas; una impresión que se vuelve especialmente incómoda si reparamos en ámbitos en los que antaño florecían las figuras geniales de forma más ‘ostentosa’, con un brillo más llamativo (pensemos, por ejemplo, en el ámbito político, pero también en el de las artes). Puesto que no es verosímil una ‘pérdida de inteligencia’, hemos de concluir que hemos perdido por el camino otras cosas que actúan como fermento de la inteligencia; y hace unas semanas señalábamos, por ejemplo, el empobrecimiento del lenguaje, que inevitablemente dificulta la expresión de pensamientos complejos.

Pero esta explicación, aunque válida, es demasiado limitada y ‘materialista’. Leyendo la magnífica antología de Concepción Arenal que en un anterior artículo me atreví a recomendar encarecidamente –La pasión por el bien, con edición de Anna Caballé–, me tropiezo con una reflexión preclara. Observa Arenal que el hombre (ella siempre utiliza esta palabra para referirse a la especie humana) se compone de elementos físicos, intelectuales y morales: los dos primeros los recibe al nacer con una desigualdad que no está en su mano evitar; los elementos morales, en cambio, son obra suya. Es decir, todo ser humano nace con idéntica capacidad de discernimiento moral (salvo que tenga una grave tara), con idéntica libertad para elegir el bien o el mal. De modo que podríamos decir que las diferencias en la esfera moral son obra humana, fruto de nuestras elecciones, a diferencia de las diferencias intelectuales, que son obra de la naturaleza.

Resulta evidente –prosigue Arenal– que para ser un ‘genio’ no basta con unas facultades intelectuales superiores; hace falta cultivarlas, pues de lo contrario terminan atrofiándose. Pero la pensadora ferrolana no cree que ese ‘cultivo’ de las facultades intelectuales se logre únicamente mediante el estudio, la lectura o cualesquiera otras actividades de índole intelectual. Cree que los hombres verdaderamente grandes son hombres morales; y, por lo tanto, que los hombres eminentes que se entregan a la vanidad, a la codicia, al amor propio exagerado, no pueden ser propiamente geniales, porque esos vicios o lacras morales limitan su horizonte, les obligan a ofrecer puntos de vista mezquinos, les impiden elevarse a las grandes alturas «desde donde solamente se descubre la verdad». Y añade todavía algo más: aparte de su incapacidad para alcanzar la verdad de las cosas, el hombre eminente pero inmoral carece de amor suficiente para ir en su búsqueda, carece de los impulsos nobles que le permitan ascender, sobreponiéndose a sus propósitos mezquinos o sectarios. Sin esta energía o inspiración moral, a juicio de Concepción Arenal, se puede ser un virtuoso de cualquier arte o disciplina; pero «nada grande se crea, se comprende ni se adivina». De ahí que haya muchos hombres que, aun naciendo con facultades eminentes, nunca llegan a ser grandes; y otros que, teniendo menos dotes naturales, pueden elevarse más que ellos, si son profundamente morales.

Nada más natural, pues, que una época inmoral como la nuestra apenas pueda brindar genios. Pues los hombres eminentes, para poder ser geniales, tienen que desprenderse del espíritu de su tiempo; y, al desprenderse, la mayoría de sus contemporáneos no los pueden percibir como genios, sino en el mejor de los casos como ermitaños díscolos, cuando no como elementos peligrosos e indeseables. Porque, además, allá donde el discernimiento moral se oscurece, acaba ocurriendo un fenómeno sobrecogedor que también señala Concepción Arenal de forma clarividente: «Observando bien –escribe–, llegamos a convencernos de que los grandes males son aquellos que se hacen ignorando lo que son, que se consuman con tranquilidad de conciencia y que, en vez de vituperio, reciben aplauso de la opinión pública. Por cualquier página que abramos el libro de la Historia, vemos que los pueblos sufren principalmente, no por los ataques de los malhechores, que las leyes condenan y la opinión anatemiza, sino por aquellos […] que destrozan el cuerpo social con la tranquilidad de la conciencia y beneplácito de la comunidad». Hay épocas que, en lugar de genios, brindan monstruos que, sin embargo, son percibidos por las masas cretinizadas tanto más geniales cuanto más inmorales son.

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