Narcodemocracias
Por Juan Manuel de Prada
En más de una ocasión he escuchado utilizar el término ‘narcodictadura’ para referirse a países cuyas ‘élites’ han amasado ingentes fortunas con el negocio del narcotráfico. Se trata, naturalmente, de una acuñación utilizada para denigrar regímenes políticos que, por razones ideológicas, desagradan a quien así los designa. Nunca, en cambio, he escuchado a nadie emplear el término ‘narcodemocracia’, que podría resultar muy veraz y descriptivo de muchos países de ‘nuestro entorno’, empezando desde luego por el nuestro, donde el consumo de drogas está muy extendido.
En efecto, los países donde más drogas se consumen suelen ser democracias. En España, por ejemplo, el consumo de drogas ha crecido ingentemente durante las últimas décadas. Se trata de un dato perturbador, pero irrefutable, al que cualquier persona curiosa puede acceder comparando las cantidades de droga decomisada por la policía, año tras año. Mucho menos sencillo resulta saber quiénes se drogan en las ‘narcodemocracias’, pues las estadísticas prefieren no adentrarse demasiado en estos vericuetos. A lo sumo, se dice que las ‘personas jóvenes’ se drogan más frecuentemente; y también que el consumo de ciertas drogas especialmente lesivas suele darse entre ‘grupos marginados y en situación de vulnerabilidad’. Pero existen otras drogas que no se consumen en estos ‘grupos marginados’, sino más bien entre las llamadas ‘élites’; drogas que, siquiera en apariencia, no provocan el deterioro orgánico que solemos asociar a la drogadicción (aunque, desde luego, provoquen un deterioro psíquico incuestionable).
Por evitar a estas ‘élites’ de nuestra ‘narcodemocracia’ tiendo a hacer cada vez menos vida social. Pero, en casi treinta años, he tenido ocasión de tratar a mucha gente que se droga en dichas ‘élites’: artistas, intelectuales, periodistas, políticos, etcétera. No se drogan, por supuesto, al modo del yonqui clásico que se tambalea por los vagones del metro, pidiendo limosna; por el contrario, las ‘élites’ que se drogan suelen presentar una fachada lustrosa, aunque a la postre, a poco que uno cultive su trato, acaban delatando su adicción en su conducta errática, en sus cambios repentinos de humor, en sus reacciones inexplicables, en sus dificultades para el pensamiento complejo. He conocido a muchos artistas e intelectuales famosos que se drogan asiduamente, también a periodistas de prestigio cuyas opiniones son tomadas por el oráculo de Delfos por gentes adscritas a tal o cual negociado ideológico, también a políticos que disfrutan de importantes cargos públicos; los he visto drogarse ante mis ojos, en largas noches de bureo. A veces con drogas relajantes, a veces con drogas excitantes; siempre seguros de que su relación con las drogas es un coqueteo inofensivo, no una dependencia invencible; siempre seguros de que las drogas que consumen no afectan a sus capacidades mentales, mucho menos a su salud. Y después de verlos drogarse los he visto pontificar sobre todo lo divino y lo humano en las tribunas y púlpitos que la ‘narcodemocracia’ les brinda gustosa, para aleccionamiento de masas cretinizadas: en el parlamento, en las tertulias televisivas, en la prensa, en los foros académicos o empresariales.
Por supuesto, no todas las ‘élites’ de nuestra ‘narcodemocracia’ se drogan en igual cantidad ni de igual modo: los ‘intelectuales’, por ejemplo, suelen drogarse menos que los políticos (seguramente porque no disfrutan de sueldos tan opíparos) y con drogas más bandarras; y, desde luego, ninguna élite se droga tanto como los artistas del cine y la televisión (donde quienes no se drogan son minoría), que suelen recurrir a drogas más superferolíticas y de diseño. Todos disimulan su adicción a las drogas de forma bastante meritoria; pero no tan convincente como para que el observador atento no pueda detectar, cuando hablan y actúan en público, los estragos causados por las sustancias que consumen: actitudes neuróticas, discursos incoherentes, conductas nerviosas, etcétera. Inquietantemente, dichas actitudes, discursos y conductas han llegado a ‘normalizarse’; incluso son juzgadas como modélicas y dignas de imitación por las masas cretinizadas. Aunque no faltan algunos especímenes hipócritas que han llegado a participar en campañas de prevención contra el consumo de drogas, casi todos estos drogadictos de ‘élite’ suelen rehuir pronunciarse sobre tan espinosa cuestión; si bien en los últimos años algunos han empezado a pontificar a favor de la legalización de las drogas ‘blandas’. Nada consuela tanto a los miserables como la propagación de sus miserias.
Con ‘narcodemocracias’ cuyas élites se drogan tanto no nos extraña que existan ‘narcodictaduras’ encargadas de asegurarles su provisión.
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