No-Vac No-Covid: para que la justicia divina resplandezca más hermosamente – Por Juan Manuel de Prada

No-Vac No-Covid
Por Juan Manuel de Prada

Un año después de convertirse en leyenda, Novak Djokovic (No-Vac No-Covid para los amigos) se convierte también en el tenista más laureado de la historia (su máximo rival, aunque lo empata en Grand Slams, no ha ganado ni un solo Torneo de Maestros). Lo logra, además, en Australia, para que la justicia divina resplandezca más hermosamente (y, como guinda del pastel, el filántropo genocida Bill Gates se hallaba en las gradas). Todos los sufrimientos de Djokovic, que asumió el papel de chivo expiatorio universal ante una generación sumisa y cobarde, fueron así recompensados.

Nada más consumar su aplastante victoria, después de señalarse la cabeza, el corazón y los cojones, Novak Djokovic elevó la mirada al cielo y dio gracias a Dios. Después se fundió en un abrazo con amigos y familiares y rompió a llorar. Pero Djokovic no imitó a esos planchabragas que lloran ante las cámaras por cualquier chuminada, sino que esquivó su escrutinio, para que no quedara registro de su llanto. En ese llanto viril, hermosamente hurtado a las cámaras, estábamos representados todos los que a lo largo de los últimos años hemos padecido persecuciones y hostigamientos; todos los que, estigmatizados por la chusma mediática y médica, acosados por gobernantes inicuos, abandonados o mirados con recelo por nuestros amigos y familiares más memos, decidimos arrostrar una vida de perros sarnosos a cambio de mantener nuestros cuerpos, que son templos del Espíritu, alejados de las terapias génicas experimentales. Gracias por cada una de tus preciosas lágrimas, Nole; ninguna fue derramada en vano.

Cualquier aficionado al tenis sabe que nunca ha existido un jugador con tan imperial gama de golpes y con tan felino instinto como Djokovic; pero para sobreponerse a un golpe tan ensañado como el que padeció hace un año en Australia, para no dejarse ahogar por la desesperanza o la rabia, hacen falta una fortaleza (cabeza), una magnanimidad (corazón) y una valentía (cojones) fuera de lo común. Djokovic no se estaba enfrentando tan sólo a sus rivales, sino a un cúmulo de circunstancias hostiles que sólo se podían vencer con la ayuda de Dios. Sin duda, su carácter terco y sufrido, forjado en una niñez terrible, lo ayudó; pero la mayor ayuda, en medio de un mundo acechado por las tinieblas, ha venido de lo alto. Djokovic lo sabe bien; y también lo sabemos quienes estábamos incluidos en su llanto.

Sorprende que las masas tragacionistas no se pregunten (o no se atrevan a preguntarse, temerosas de la respuesta) la razón por la que un tenista de treinta y cinco años derrota en sets corridos, un partido tras otro, a rivales que son diez o quince años más jóvenes que él, demostrando una velocidad de reacción y un fondo físico muy superior a todos ellos. Es la misma razón por la que un gordo maldito como yo escribe mejor que todos los escritores asténicos y sistémicos de España puestos en fila india. No nos hemos dejado envenenar la sangre y el alma; y Dios, que ve en lo oscuro, nos lo recompensa.

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