Reflexiones en torno al problema del trabajo. Parte V. La sociedad industrial capitalista – Por Ricardo Vicente López

Por Ricardo Vicente López

La sociedad industrial y los trabajadores

Del sueldo nada les cuento, / porque andaba disparando;
nosotros de cuando en cuando / solíamos ladrar de pobres:
nunca llegaban los cobres / que se estaban aguardando.
-Martín Fierro

El trabajo es cosa buena, es lo mejor de la vida
pero la vida es perdida trabajando en campo ajeno
unos trabajan de trueno, y es para otros la llovida.
-Atahualpa Yupanqui

El proceso que he analizado encuentra un quiebre en la Europa moderna que comienza a consolidar su modo capitalista de producir. Desde el siglo XVII y comienzos del XVIII se han desatado todas las fuerzas del capitalismo mercantil y comienzan a establecerse las del capitalismo industrial. El “espíritu capitalista” se impone: sea la “preponderancia del mercado en la fijación de precios”, la “eficiencia y la racionalidad administrativa”, la “tecnología industrial” o “la extracción de plusvalía”. Todas estas dimensiones de la sociedad moderna están ahora en pleno desarrollo potenciadas por las riquezas que se fueron saqueando de los territorios coloniales. Agreguemos que este cambio no se produjo con las mismas características en todas partes, la sincronía y los ritmos no se han dado nunca simultáneamente en los cambios históricos. Siempre puede verificarse la convivencia de órdenes sociales dispares y superpuestos.

Comienzo haciendo una referencia simple para definir esa sociedad: “la sociedad industrial es aquella donde la industria, la gran industria, es la forma de producción más característica”. Veamos las líneas  generales que presentó en la experiencia histórica de los países centrales. La sociedad industrial separa el ámbito de la familia, como se había mantenido durante siglos en el taller artesanal, remplazado por el taller donde produce industrialmente la empresa, aunque esto no sea una necesidad imprescindible.

Introduce un modo original de división del trabajo que va mucho más allá de la división tradicional entre trabajo artesanal y agrícola. Ahora esta división se desarrolla en el seno mismo de la empresa, adquiere un carácter tecnológico: especialidades profesionales, diversidad de categorías. Este tipo de empresa industrial supone una acumulación previa de capital de valores desconocidos hasta entonces, y requiere que éste se renueve y se acumule. Esta dimensión del capital debe ser manejada mediante el “cálculo racional”, a fin de obtener el máximo rendimiento sobre la base de los menores costos posibles, lo que dará lugar a un menor precio de origen que se colocará en el mercado con utilidades extras.

La circulación comercial en constante desarrollo será la base de una acumulación creciente. Este modo de plantear la producción debe someterse a lo que los economistas denominan el “cálculo económico”. Este cálculo no debe ser confundido con el cálculo técnico, que debe subordinarse siempre al primero (no todas las técnicas de producción serán aplicadas, sólo aquellas que ofrezcan el máximo beneficio). El cálculo económico es el que va a orientar las inversiones del capital en la búsqueda de la mayor rentabilidad posible.

Otra característica que la empresa industrial exige, dentro de este esquema, es la existencia de mano de obra libre desocupada en cantidades importantes. Esta mano de obra debe estar siempre por encima de las cantidades necesarias para producir (desocupación), y estar siempre disponible para su utilización. De esta manera se controla el costo de ella por la excesiva oferta. Toda esta nueva configuración del sistema comenzará a dar como resultado la concentración de la propiedad de los medios de producción en pocas manos, lo que, a su vez, da lugar a la necesidad de garantizar jurídicamente la propiedad privada ante cualquier cuestionamiento. Después de este nuevo planteo del orden socio-económico propondré una definición posible de capitalismo.

Habiendo ubicado el esquema general rescatemos los rasgos relevantes con los cuales se puede identificar la sociedad industrial capitalista:

«1) Los medios de producción son objeto de apropiación individual; 2) la regulación de la economía está descentralizada, o sea que el equilibrio entre producción y consumo no se establece de una vez por todas por decisión planificada, sino progresivamente, por tanteos de mercado; 3) los empresarios y empleados están separados unos de otros, de tal modo que estos últimos no disponen más que de su fuerza de trabajo y los primeros son propietarios de los instrumentos de producción, en la relación denominada asalariado; 4) el móvil predominante es la búsqueda de beneficio; 5) dado que la distribución de los recursos no está planificada, existe una fluctuación en los precios en cada mercado parcial e incluso en el conjunto de la economía, lo que se denomina en un lenguaje no compartido por los especialistas: “anarquía capitalista”. Puesto que la regulación no está planificada ni centralizada, es inevitable que los precios de los productos oscilen sobre el mercado en función de la oferta y la demanda y que en consecuencia, periódicamente, se produzca lo que denomina crisis, regulares o no».

Con referencia a la propiedad debe señalarse que la existencia de una apropiación individual tiene como consecuencia necesarias la desigualdad entre los hombres. Ésta se manifiesta de dos maneras: una tiene como consecuencia la desigualdad en las retribuciones por tareas iguales o diferentes. Haciéndose cargo de que las que mayor esfuerzo físico reclaman son las peores pagas, y que la escala asciende en relación inversa a ese tipo de esfuerzos. Esta desigualdad se dice opera como incentivo de la productividad, la responsabilidad, la capacidad, etc. Las sociedades industriales avanzadas han ido paulatinamente acercando los extremos del abanico de retribuciones desde la posguerra hasta la década de los años setenta.

A partir de allí ha habido una clara tendencia al retroceso en perjuicio del trabajador, ampliando esos extremos. La otra forma de desigualdad parece más difícil de ser defendida, es la que emerge de la propiedad sobre los instrumentos de producción, “la desigualdad en la distribución del capital”. Y es una desigualdad más injusta porque coloca a los hombres en puntos de partida diferentes para enfrentar la competencia, y ello no es atribuible a sus méritos. Este aspecto es estructural a las condiciones del sistema y aparece como inmodificable.

Todo sistema que deja a los individuos la propiedad sobre los medios de producción y que exige la competencia entre ellos, con vistas al máximo beneficio, forzosamente tiene que tolerar una desigualdad importante de capital y después de los ingresos como resultado. Pero esa desigualdad, en la retribución, no es vista como injusta si está basada en las distintas capacidades o habilidades. Sin embargo, cuando las desigualdades se derivan de la posesión o no de un capital, sin preguntar cómo se ha obtenido, coloca un punto de partida desigual sin ningún mérito previo. De este modo los menos capacitados con capital están en una ventaja relativa muy grande, respecto de aquellos más habilidosos o preparados pero sin capital.

Hay que añadir que la desigualdad de riquezas en la sociedad capitalista entraña ciertas consecuencias susceptibles de ser condenadas en cuanto tales. Ante todo la concentración de fortunas permite a una pequeña fracción de la población vivir sin trabajar. Es lícito protestar por una desigualdad que aparenta no serlo o que no está fundada sobre el trabajo, y porque se acepte una desigualdad justificada, al menos en apariencia, por las funciones prestadas. En segundo lugar, un sistema de concentración de fortunas implica cierta transmisión de éstas y es justo pensar que la desigualdad a suprimir no es tanto la de los ingresos cuanto la desigualdad de punto de partida.

Por lo tanto, un sistema como el capitalista no puede eliminar las diferencias y, por el contrario, las incentiva y las acrecienta porque “por su naturaleza lleva en sí la desigualdad, dado que es conforme a la esencia de un régimen fundado sobre la actividad individual”. La conclusión mínima que debe extraerse de estas consideraciones, es que el problema de la desigualdad no se puede zanjar por un sí o por un no, por bueno o por malo. Se argumenta que una desigualdad es convenientemente indispensable en todas las sociedades conocidas como incitación a la producción; existe una desigualdad que es, probablemente, necesaria como condición de la cultura a fin de asegurar a una minoría la posibilidad de consagrarse a actividades superiores, lo que no deja de ser cruel para quienes se encuentran del lado malo de la barrera. Finalmente la desigualdad, aunque se trate de la propiedad, aparece como la justificación de un mínimo de independencia del individuo respecto de la colectividad.

El otro tema relevante que hay que señalar es el de la “anarquía capitalista”, que es la consecuencia necesaria e inevitable, de un mercado libre, de oferta y demanda no planificada. Arrastra el peligro de caer en crisis de superproducción, aunque con mayor propiedad habría que hablar de crisis de demanda, cuya acumulación pondría en riesgo la continuidad del “mercado”. El último siglo ha dado pruebas más que suficientes al respecto. La más importante fue la “Gran Crisis” de 1929, y que han sido resueltas por distintas metodologías. Después de varias crisis la de 2007-08 de carácter financiero, de difícil superación, empieza a mostrar la ineficiencia estructural del sistema.

Pero hay otro aspecto de estas irregularidades del mercado que no puede desconocerse, la existencia de una sobreoferta de mano de obra permanente (desocupación estructural), cuya existencia se ve amenazada por el avance de la tecnología robótica. Esta sobreoferta es necesaria para aumentar la rentabilidad empresarial. Por ello, dentro de estos juegos de mercado, la necesidad de las organizaciones sindicales aparece como la forma institucional en la que puede desarrollarse la defensa de los trabajadores.

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