Un globo, dos globos, tres globos
Por Juan Manuel de Prada
Los yanquis han derribado un globo chino, aduciendo que los estaba espiando; pero para mí que hay formas más idóneas y discretas de espiar. Desde su misma invención por los hermanos Montgolfier, el globo fue el gran heraldo de la Revolución Francesa y la democracia. Antes del globo, los grandes alborozos eran los propios del ‘fanatismo medieval’: la toma de Jerusalén, la entrada de la doncella Juana en Orleáns, el nacimiento del delfín… Pero con el ascenso del globo, la humanidad se endiosaba y subía a los astros, tuteándose con el sol y la luna. Benjamin Franklin, el apóstol puritano de la democracia, quiso estar presente en la primera exhibición de los hermanos Montgolfier; y cuando le preguntaron cuál sería, a su juicio, la suerte del nuevo invento, respondió muy cursimente: «Será una suerte tan promisoria como la del niño gestante…». En lo que, paradójicamente, acertó.
El globo, que se presentó como un éxito de la ciencia positivista, acabó convertido en atracción de feria y en inspiración para las novelas de Julio Verne, que hoy se nos antojan un tostón pedagógico. Este destino quiso rectificarlo el conde de Zeppelin, que inventó aquellos acorazados del aire capaces de viajar varios días sin renovar el gas. Julio Camba, que vio un zepelín cruzando, majestuoso y fálico como un enorme cigarro, el cielo de Berlín, nos narra el delirio de los berlineses, que disfrutaban del espectáculo como los niños disfrutan de las evoluciones lentas y graves de los elefantes en el circo.
Las cabezas teutónicas, en lugar de llenarse de pájaros, se llenaron entonces de zepelines; y soñaron con destruir Londres mediante el bombardeo de sus escuadras de zepelines. En el verano de 1915, en Londres se llegó a los cuarenta grados; y como los ingleses no tenían a mano un cambio climático al que echarle la culpa, dieron en la paranoia de pensar que los zepelines alemanes estaban fumigándolos con algún gas que disparaba las temperaturas. Luego, los ingleses llegaron a la conclusión de que los zepelines alemanes no perseguían otra finalidad que no fuese sembrar el terror, según las argucias de la guerra psicológica: «Como no pongan cuidado en sus raids –se choteaban–, van a acabar por matar a alguien». Camba, que marchó a Londres desde Berlín, tenía preparado un pijama asalmonado para salir a la calle la primera noche que se anunciase un raid de los zepelines alemanes, pero para su disgusto nunca pudo llegar a estrenarlo.
Sospechamos que el globo chino era tan peligroso como los zepelines alemanes. Puestos a espiar, los chinos habrían recurrido a otro ingenio mucho más discreto, con nombre de caballo volador, como Mojamé hizo con el doctor Sánchez, que ahora come de su mano, puesto a cuatro patas y con el culo en pompa. Pero el derribo de este globo chino por los yanquis al menos nos sirve para recordar que, como anticipase Franklin, el destino de los globos en los países democráticos es el mismo que el de los niños gestantes: ser abortados.
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