Una introducción (geopolítica) a la decadencia educativa
Por Facundo Martín Quiroga
Se termina el ciclo lectivo 2022… Lo de siempre: el sistema educativo argentino está en decadencia, vaya novedad… La educación es un tema que suele ser utilizado tanto como chivo expiatorio de la debacle social general, o como un bien preciadísimo que debemos salvaguardar del desastre. Recurrencia de campañas políticas y figuras de la filantropía local e internacional, la educación pública argentina tiene un nivel de legitimidad que destaca en la región. Lo cierto, es que la realidad de la educación argentina está marcada por una constante desde el fin de la dictadura militar: la degradación de los contenidos, la precarización de la condición docente y la desorientación respecto de sus fines, en un sistema político y económico que no necesita de saberes académicos que provengan de la esfera pública para subsistir y expandirse. La forma del sistema continúa, mientras lo que pasa en la escuela y en la universidad, o bien nos es ajeno, o bien es tomado como una emergencia constante, y poco se hace para explicar y contextualizar las razones de su debacle. En este artículo, trataremos de ubicar este proceso en lo que podríamos denominar una geopolítica de la educación.
El profesor y pensador español José Sánchez Tortosa, en su magnífico trabajo de investigación filosófica y política titulado “El culto pedagógico”, sostiene la tesis de que el sistema educativo, después de la Segunda Guerra Mundial, se comenzó a estructurar en cuanto a sus contenidos, sus necesidades y alcances, en función de la nueva división internacional del trabajo, el conocimiento requerido para ello, y fundamentalmente, el contexto demográfico que comenzaba a gestarse, conocido como “baby boom”, en el que la tasa de natalidad comenzaba a aumentar de modo acelerado gracias a los procesos de expansión económica; rasgos que gestan lo que John Kenneth Galbraith denominó “sociedad opulenta”.
Teniendo en cuenta este panorama, los lineamientos de la UNESCO, especie de FMI de la educación, comienzan a virar desde el contenido académico a la prevalencia de los afectos; el aprender a secas se reemplaza por el “aprender a aprender”, “aprender a ser”, y los programas van incorporando contenidos acerca de la sensibilidad, los afectos y los educandos como “personas”, o lo que podemos llamar “educación integral”. Hoy, este modelo que el autor llama “nueva pedagogía”, es ni más ni menos que una intensificación de lo ya propuesto para la nueva sociedad. Estamos viviendo el paroxismo del sistema educativo creado por la élite occidental, pero con una contradicción muy característica de la Argentina, que explicaremos seguidamente.
Los diseñadores del modelo que debía prevalecer en la educación de cada estado nacional, se preguntaron algo muy obvio: una vez que los puestos de poder se cubriesen, las élites intelectuales y científicas llegasen a su pico de reposición para poder mantener esta división del trabajo (y su respectiva división internacional del conocimiento), ¿qué falta iba a hacer el sistema educativo universal, público, obligatorio y graduado?, ¿qué necesidad iba a cubrir?; a medida que la mujer se incorpora al mercado laboral, las familias se diversifican en cuanto a sus fuentes de ingresos, los hogares proliferan y las instituciones del llamado Estado de Bienestar se consolidan, ¿qué se debe hacer con los niños que, con el correr del tiempo y la vida laboral de sus padres, van creciendo y desarrollándose hormonalmente?
La escuela pública aparecerá como la “solución” a dicho entuerto. Bolsas de población improductiva pero hormonalmente potente (y peligrosa), pasarán a ser recluidas en las aulas, eso sí, con un gran aparato de legitimación social y cultural: ir a la escuela se transformará, poco a poco, en otro de los ejes vertebradores de esta sociedad. Ahora bien, este hecho, en toda esta época, lejos estuvo de producir automáticamente, sujetos más libres de consciencia y acción. Hay que desmitificar la idea de que, desde la segunda mitad del siglo XX, se buscó universalizar el conocimiento desde los organismos internacionales: el proyecto político de la UNESCO tiene ya de entrada una dirección hacia lo que Sánchez Tortosa denomina “nueva pedagogía”; las instituciones de la élite, en todo occidente, ya están consolidadas y tienen sus mecanismos para reproducir su intelligentsia; se puede detectar esto ya en los años ’60.
Los hijos de las sociedades anteriores a la sociedad opulenta (y decimos “sociedades” porque la política internacional aún no se estructuraba en base a dos imperios que iban a construir un control sistémico masivo como para hablar de una “sociedad occidental” o “sociedad global”, si es que eso existe hoy), muchos de ellos apenas con un primario terminado (o ni siquiera), eran destinados a la ayuda en el hogar, para luego trabajar ya en la adolescencia (la legislación respecto de la abolición del trabajo infantil, los derechos de los niños, acompañan este desarrollo), porque esas familias nunca se imaginaban que el trabajo iba, con el correr de las décadas, a dejar de ser el articulador fundamental de la sociedad. Es entonces cuando las políticas educativas a nivel internacional se comienzan a imponer desde el norte global, chocando con los procesos de industrialización de la periferia.
En la Argentina de los años ‘50, la educación y el trabajo, luego de varias controversias que no lograban sintetizarse en un proyecto nacional (por la fundamental razón de una economía agroexportadora que requería poco conocimiento técnico) comienzan a complementarse con el peronismo: un proyecto industrialista requería de una mano de obra tecnificada, por lo cual se gestó un proceso de integración de la clase obrera a través de instituciones que lo insertaban en el mundo del trabajo y lo formaban para dicho proyecto (por ejemplo la Universidad Obrera, hoy Universidad Tecnológica Nacional). Sustituir importaciones requería también sustituir los conocimientos insertos en los productos manufacturados para producirlos en el país.
Esa forma de concebir la educación encontró cierta continuidad con el desarrollismo tutelado desde los EEUU, pero con otro fin: el de construir una clase media que no piense en hacerse marxista (represión y noche de los “bastones largos” de por medio) introduciendo el “american way of life”, pero conservando un desarrollo industrial con base en la inversión extranjera, tal como lo planteó la llamada Alianza para el Progreso.
El corte con este modelo llega en los años setenta, con la dictadura, que se ve en la necesidad de combinar una vuelta al nacionalismo católico de la década del ’30, pero con componentes liberales que son aquellos que regirían el lugar pautado por la división internacional del trabajo, intentando terminar con el empate hegemónico que presentaba la sociedad argentina, inclinando a sangre y fuego la balanza hacia los sectores oligárquicos, con el agregado del nuevo subsector que ascendería meteóricamente en el poder: la oligarquía financiera.
No es objetivo de este texto diseccionar la educación en dictadura, pero algo queda claro de dicho proceso a su final: la socialdemocracia alfonsinista, con el pretexto de acabar con la educación “de la dictadura” (algo ante lo cual, obviamente, no nos oponemos, pero habría que rever los contenidos efectivos más allá de la enorme cantidad de los mismos que fueron censurados y eliminados de las currículas), procedió a la inserción sin anestesia del modelo de la UNESCO basado en la nueva pedagogía. El mismo proceso que se gesta desde las instituciones internacionales rectoras de la economía, comienza a acompasarse con el destino que debía tener la educación para las sociedades de la periferia, es decir: la educación construida para un modelo industrialista debía ser barrida, pero conservando su legitimidad formal.
La llamada “nueva pedagogía” se cruza inevitablemente con la legitimidad que los sistemas educativos supieron construir de este lado del charco, y sobremanera en la Argentina (el país cuya educación pública -hasta el nivel universitario- es la más legitimada de todo el continente): el proyecto normalista sarmientino, que, más allá de sus críticas, fue continuado y universalizado en los hechos por Perón, que no paró de sacar a la sociedad del analfabetismo y de estimular una eficaz disciplina que logró, con el tiempo, construir una élite de pensadores y científicos que destacaría en la región, se vio interpelado por estas nuevas directrices internacionales.
El sistema educativo argentino, en rigor, y hasta la dictadura de 1976, siempre tensionó en ciertos puntos con el proyecto de la UNESCO respecto de hacia dónde debían dirigirse la enseñanza y el aprendizaje. No se encuentran mayores rasgos de la nueva pedagogía en los proyectos de los sesenta, porque también la educación moral se encontraba fuertemente ligada al modelo nacional-popular, que continuaba marcado por la integración familiar; nada de “nuevas identidades”, “aprender a ser” o lo que llamaríamos hoy “diversidades” o “interculturalidad”, ni mucho menos absurdos como las “marronidades”: los valores partían de la familia, y se complementaban en la instrucción intelectual escolar.
La nueva pedagogía ingresa en los ’80 y se exacerba en los ’90 con la mercantilización del conocimiento y la nueva función de asistencia social que, progresivamente, van tomando las instituciones en concreto. La “escuela basurero”, al decir de Liliana Sinisi, que es la caja de resonancia de la nueva pobreza, será el estereotipo institucional totalmente funcional al nuevo estado de cosas. Ahora bien, esa precarización de la existencia que va afectando a los niños, adolescentes y jóvenes, va a ser muy aprovechada por la neopedagogía: si la escuela pasa de enseñar a contener, esas bolsas de población no sólo improductiva sino también baja de defensas morales, van a ser los nuevos sectores sobre los cuales arrojar todo el arsenal ideológico en ciernes. Comienza a operar la traslación semántica del docente “profesor”, al docente “contenedor” … y al docente “facilitador”, espantoso neologismo del presente.
El fin de la etapa de vaciamiento neoliberal, lejos de lo que propugnan los heraldos del progresismo que enarbolan supuestas “décadas ganadas”, con su explosión de consumismo exacerbado por el auge de lo que se llamarán “nuevas tecnologías”, en lo que hace a la educación, no hizo más que generar una nueva base de sustentación para acelerar el vaciamiento de contenidos: se pasó del estudiante precarizado al estudiante narcisista, que ya no estaba familiarizado con la disciplina del modelo de antaño, sea bajo la tutela nacionalista o la desarrollista, sino que iba a la escuela, sin saberlo, obviamente, a “pasarla bien”, a ocuparse cada vez más de todo lo periférico al tiempo de estudio. Se comienza a hablar de los “consumos problemáticos” juveniles, de las fiestas de egresados, de las peleas, del placer (omnipresente en todo el discurso neopedagógico, sobre todo en lo relativo a la sexualidad), todo legitimado por un aparataje mediático que da carretel a estas nuevas subjetividades.
Todo esto decantó en la situación presente, pero no debemos dejar de señalar algo fundamental: los nuevos sujetos de la educación, hoy llamados “copitos de nieve” (y esto es importantísimo: independientemente de la extracción social) son los nietos de esa sociedad opulenta gestada en la segunda mitad del siglo XX: la hipertrofia tecnológica, el consumo y el narcisismo inmanejable para la institución escuela, entre otras características, hacen caer inexorablemente todos los pactos pedagógicos que solidificaban un modelo educativo que alfabetizó a millones de personas, más allá de que, por obvias razones vitales, no debamos caer en una idealización de dicho modelo.
Esta situación de desamparo pone a los sujetos a disposición de esos contenidos finamente orquestados por los organismos internacionales, y que hoy son tema de todos los días en escuelas, medios, redes, que tienen el fin de justificar la existencia del sistema como cáscara vacía, pero sobre todo de funcionalizarlo a las nuevas estructuras sociodemográficas en las que los propios educandos, a medida que crecen, van sobrando.
Educar en “inteligencia emocional”, tomar a los sujetos entre algodones impidiéndoles todo desarrollo de la tolerancia a la frustración, educación sexual “integral” (término originado en los sistemas educativos de los totalitarismos) para educar las “identidades”, o bien legitimar el placer, constantemente mencionado y reivindicado como revolucionario por las militancias de turno; la primacía del hedonismo y el echar culpas a la familia “patriarcal” de todo el sufrimiento adolescente, la obsesión con las “diversidades”, y un largo etcétera, no hacen más que confirmar la función demográfica que cumple la institución escuela, el aula, y sobremanera la Formación Docente, copada por una vanguardia iluminada que realmente cree que está haciendo la revolución, cuando es carne de cañón del globalismo.
El principal problema, irresuelto e intensificado por la nueva pedagogía y sus “transversalidades”, es que el sistema educativo está enormemente legitimado gracias a su eficacia alfabetizadora y disciplinaria; algo que lejos está de cumplirse en el presente, pero no precisamente por las “fallas” en la enseñanza y el aprendizaje, sino porque se monta sobre dicha legitimidad, pero sus contenidos y sus fines son muy otros. Y las grandes mayorías sociales siguen mirando al sistema, y con toda la razón, con los ojos de la alfabetización y el ascenso social, un sistema que está siendo modificado drásticamente para simular que se aprende, pero no se aprende, se disciplina, pero no se disciplina. Todo esto, montado sobre una vanguardia posmoderna, deconstruccionista, formada en las propias instituciones superiores que, y esto es escandaloso, en nuestro país son públicas, es decir, deberían estar al servicio del Estado y no de intereses foráneos.
Sabemos que cada uno de los rasgos de la nueva pedagogía merecería páginas y páginas para ser analizado, pero con este texto introductorio, esperamos haber aportado a la comprensión desde cierta mirada geopolítica de un fenómeno que pocos quieren explicar, porque muchas de sus creencias e incluso sus profesiones y deberes, quedarían en entredicho. Sabemos que uno de los procesos más desafiantes para un educador es salir de su ideología, buscar cuestionarse a sí mismo su rol. Esperamos movilizar esas estructuras desde nuestro descarnado análisis.
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