Ciencia-ficción
Por Juan Manuel de Prada
Desde la noche de los tiempos, la imaginación humana urdió fantasías que era expresión de anhelos irrealizables, o bien de temores nacidos de la superstición, o de la incapacidad de la razón para explicar ciertos fenómenos sobrenaturales. Tales fantasias alcanzarían su máximo esplendor con el desarrollo científico, hasta dar lugar a la llamada ‘ciencia-ficción’, un género especulativo que, a partir de los descubrimientos realizados en los campos de las ciencias y de la tecnología, propone historias que, aunque no pueden darse en el mundo que conocemos, pueden resultar verosimiles en un futuro más o menos inmediato o remoto, o bien en espacios físicos distintos al que ocupamos.
Muchos de los relatos de la ciencia-ficción se han demostrado, con el paso del tiempo, proféticos. Sus autores, auténticos visionarios, anticiparon con la imaginación lo que el desarrollo científico y tecnológico haría posible décadas más tarde. Es el caso, por ejemplo, de Julio Verne, que predijo la invención de artilugios tales como la televisión, el submarino o las naves espaciales. O el de Karel Capek, que anticipó la creación de máquinas que sustituirian el trabajo del hombre (llegando, incluso, a usurpar su puesto en la sociedad), a las que designó con el nombre de ‘robots’. O el de Herbert George Wells, que imaginó un mundo futuro en el que la energia nuclear seria empleada para la confección de bombas atómicas.
Pero muchas obras literarias que denominamos ‘ciencia-ficción’ deberían ser motejadas más propiamente de ‘fantaciencia’; pues son puramente fantasiosas y siempre lo serán, por mucho que avancen la tecnología y la ciencia. Es el caso, por ejemplo, de las mil novelas que nos proponen, en la estela de Wells, viajes en el tiempo. Pues el tiempo no es una extensión que se pueda recorrer, como recorremos el espacio. El futuro, simplemente, no existe (salvo en la mente de Dios), no es una realidad a la que podamos trasladarnos, ni siquiera que podamos anticipar (los profetas lo único que hacen es vislumbrarla o atisbarla). El futuro es una pura expectativa o ilusión; y así lo será siempre, por mucho que la ciencia avance, en este mundo. Y en el otro el tiempo no existe, todo está anegado de eternidad, que aparte de no ser una extensión tampoco es una duración.
Otro ámbito en el que la llamada ciencia-ficción se convierte en mera ‘fantaciencia’ son las narraciones de tipo apocaliptico, que han logrado borrar casi por completo de la memoria occidental la visión escatológica de la historia humana, creando dos visiones aparentemente opuestas que niegan la intervención divina: una de tipo pesimista, que pinta un futuro de hecatombes y catástrofes sin cuento, una pesadilla sin posibilidad de escapatoria en la que, si acaso, sólo se puede sobrevivir en condiciones agónicas; y otra de tipo optimista o euforizante, que preconiza que la humanidad se perfeccionará, a lomos del Progreso indefinido, hasta instaurar un paraíso en la tierra. Por supuesto, ambas variantes de ‘fantaciencia’ tienen intenciones claras: la primera nos disciplina en diversos subproductos ideológicos que se presentan como una única vía para escapar a la extinción (pacifismo, ecologismo, etcétera); la segunda nos presenta una suerte de milenarismo ateo que lleva a la deificación del hombre a través de la Ciencia y la Democracia. En ambas variantes, como en otros subgéneros de la fantaciencia, descubrimos un intento de crear, más que especulaciones científicas, una suerte de antiteología militante. Es decir, un intento de imaginar un mundo sin Dios.
Mucho menos abundante que esta fantaciencia antiteológica es la literatura ‘fantateológica, que trata de imaginar mundos o futuros alternativos a la luz de una imaginación teológica. Aunque, desde luego, existen algunos exponentes de calidad probada, muy especialmente las novelas sobre los Últimos Tiempos de Robert Hugh Benson (Señor del Mundo, sobre el reinado del Anticristo; y Alba triunfante, sobre el Reino de los Mil Años) y la llamada ‘trilogía cósmica’ de C. S. Lewis-integrada por Más allá del planeta silencioso, Perelandra y Esa horrenda fortaleza, donde el autor se atreve a imaginar civilizaciones alienigenas que no padecen las consecuencias del pecado original (viviendo, por lo tanto, como Adán y Eva antes de probar el fruto prohibido), para finalmente mostrarnos, por contraste, el horror de la civilización del progreso técnico y del materialismo científico que se ha impuesto en nuestro planeta. Estas pocas novelas de especulación teológica que hasta la fecha he leído me han parecido inmensamente gratificantes; por lo que ruego a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan que, si conocen alguna otra obra meritoria de este género, me la hagan saber.
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